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En el planeta existen más de 12.500 especies de plantas comestibles, pero tan solo tres de ellas —maíz, trigo y arroz— concentran el 50 % de la producción agrícola mundial. Peor aún: apenas 30 especies sostienen el 95 % de la dieta global, lo que significa que como humanidad usamos menos del 0,25 % de los alimentos disponibles en nuestra despensa planetaria. Esta concentración empobrece el paladar, amenaza la seguridad alimentaria y erosiona la biodiversidad. Lo que no se consume tiende a desaparecer: los saberes campesinos que lo cultivaban se olvidan y la diversidad genética se pierde. Es allí donde se encuentran los llamados cultivos subutilizados o cosechas olvidadas: especies con alto valor nutritivo y adaptadas a ecosistemas específicos, pero relegadas en el mercado por la hegemonía de monocultivos y cadenas agroindustriales globalizadas.
En Colombia este drama se percibe con particular crudeza. El país alberga más de 3.800 especies de plantas comestibles, de las cuales unas 3.689 son subutilizadas; sin embargo, solo 662 especies se cultivan de manera activa. Es decir: nuestro potencial agrícola es inmenso, pero lo tenemos abandonado. El resultado es una dieta poco diversa, una dependencia excesiva de cultivos comerciales (café, caña, banano, palma y ahora aguacate) y un campo desestructurado. Paradójicamente, mientras presumimos de ser un país megadiverso, nuestra agricultura se comporta como si viviéramos en un desierto alimentario. El olvido de cubios, ibias, chuguas o el de chirimoyas, guamas, chontaduros… no solo significa la pérdida de sabores y tradiciones, sino la renuncia a una ventaja comparativa para competir en un mercado global que empieza a valorar lo exótico, lo saludable y lo sostenible.
El contraste con Perú resulta aleccionador. En la última década, la agricultura peruana ha tenido un crecimiento promedio del 10 % anual en sus exportaciones, lo que multiplicó por siete su balanza comercial agrícola. No se trató de magia, sino de estrategia: diversificación productiva —pasando de espárragos y café a productos como arándanos, paltas y uvas—, tecnificación de la producción y una política agresiva de irrigación en la costa árida. En marzo de 2025, el gobierno peruano anunció un plan de 24 mil millones de dólares para irrigar un millón de hectáreas adicionales, con la meta de alcanzar 40 mil millones de dólares en exportaciones agrícolas para 2040. Hoy, las agroexportaciones peruanas ya superan los 10 mil millones de dólares anuales y se han convertido en un pilar de su economía, desplazando progresivamente a la minería como fuente de divisas.
Colombia, en cambio, cuenta con 39,2 millones de hectáreas con potencial agrícola, pero apenas utiliza el 14 % de ellas. La frontera agrícola se ha ampliado, pero de manera desordenada y muchas veces a costa de la deforestación. No tenemos una política clara de irrigación a gran escala, ni cadenas logísticas competitivas, ni un sistema de crédito que favorezca al campesino pequeño. Mientras en Perú la costa desértica se transformó en un vergel de exportación gracias a la inversión pública y privada, en Colombia tenemos suelos fértiles, abundancia de agua y diversidad climática, pero seguimos atrapados en una combinación perversa de desigualdad en la tenencia de la tierra, atraso tecnológico y ausencia estatal.
Una reforma agraria verdadera no puede reducirse al reparto de títulos de propiedad. Es mucho más que eso: implica educación rural, vías terciarias, acceso al crédito, transferencia tecnológica, cadenas de valor justas y mercados que reconozcan el esfuerzo campesino. Sin esa visión integral, los títulos de tierra se convierten en papel mojado. El campesino necesita garantías para producir y vender, no solo para sembrar. Hoy, más que nunca, el país debe comprender que la agricultura es no solo un problema social, sino también una oportunidad económica y geopolítica. El mundo necesita alimentos y Colombia podría ser un actor central en esa agenda si aprovecha su biodiversidad y rompe la dependencia de un puñado de cultivos globalizados.
El reto es pasar de las cosechas olvidadas a las cosechas recuperadas. No se trata de nostalgia gastronómica, sino de inteligencia estratégica. La seguridad alimentaria global depende de ampliar el espectro de lo que cultivamos y consumimos. Y la dignidad campesina depende de un Estado que deje de ver el campo como problema y lo entienda como solución. Si Perú pudo reinventarse en una década, ¿qué espera Colombia para hacer de su diversidad una fortaleza? Las semillas están allí. Lo que falta es voluntad.
