En 1985 Daniel Samper Pizano estaba en la cima de su fama y Dejémonos de vainas era la comedia más popular de la televisión colombiana. La cotidianidad de la familia Vargas era seguida por toda Colombia, sin falta, en horario estelar, los viernes en la tarde. Su mezcla de humor, lenguaje coloquial y la cercanía entre las aventuras de los Vargas y la cotidianidad de un amplio sector de la sociedad en aquel entonces retrataba muy bien el contexto sociocultural de nuestro país hace 40 años, y allí radicaba buena parte de su éxito.
Pero los tiempos cambian y hoy, salvo para los cada vez menos nostálgicos que quedan de aquellas épocas, Dejémonos de vainas no es ni gracioso ni cercano. Como no lo es su autor.
Dentro de la ya larga lista de escritos intrascendentes, baladíes, o sencillamente inapropiados en los que en los últimos tiempos el otrora agudo escritor desnuda descarnadamente su declive, su última columna, “Machismo feminista”, ocupa un lugar destacado.
No sólo insulta y desprecia a sus lectores mostrando su supuesto desdén por su público, recalcando al principio y al final de la columna que le importa un c*** (“MIUC”, textualmente) la reacción a su escrito (aunque a reglón seguido se contradiga diciendo que está al corriente de lo que de él se escriba en este diario), sino que con cada frase intenta, a trompicones y forzando el recurso humorístico, vigorizar el mismo sonsonete de aquellos que aún se niegan a entender que el mundo cambia a pesar de ellos. La columna cae en el mismo discurso trillado acerca del “delique de las feministas”, de su “radicalidad”, de cómo supuestamente mancillan nuestro prístino idioma, y muchos bla bla blas más de ese tipo.
Acusa al feminismo – al que se abroga el derecho de llamar, porque le da la gana, machifeminismo – de carente de humor, sin percatarse de que el hecho de que no se rían con sus chistes no las hace a ellas faltas de humor sino a sus chistes carentes de gracia: cuando uno es el único que se ríe, o mejor, cuando el único que se ríe es el que cuenta el chiste, realmente el chiste no es chistoso. Y eso es lo que le pasa a Samper Pizano: dejó de ser gracioso e influyente hace ya décadas. Sus seguridades le han impedido tratar de informarse a profundidad sobre aquello que desconoce y que por lo mismo desprecia, de comprender un mundo que ha cambiado desde 1985 pero que para él se detuvo en aquel entonces, por lo menos en lo que respecta a la sociedad en la que se niega a vivir, por “ver fútbol” o por estar “leyendo anacrónicos libros impresos”, pero frente a la cual sí se cree con el derecho de pontificar para luego hacerse el loco como antaño.
La reacción a esta columna fue de indignación y no tardaron en llegar las voces desde las tribunas de las redes reclamando que los editores sacaran a Samper de rotación o que por lo menos censuraran este tipo de escritos.
Sin embargo, silenciarlo no sólo desborda los limites de la libertad de expresión, pues las sandeces que dice, más allá de la frustración e indignación que producen, no ponen en riesgo vital a personas o grupos y ni siquiera llega a ser, por la misma vulgaridad de sus argumentos, un discurso de odio.
De otra parte, la cancelación propuesta por algunxs puede ser contraproducente y lograr, ahí sí, que Samper vuelva a ser relevante. Acallar es como ocultar; es terminar a la fuerza, violentamente. Aquellos fanáticos y los pocos que aun piensan como él reforzarían su sentido de comunidad, de exclusividad, de ser perseguidos y de serlo por estar en lo cierto. Por eso hay que dejarlo escribir y hablar hasta que sus palabras se conviertan tan solo en un zumbido y, luego, ya ni siquiera en eso.