Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Estamos viviendo tiempos extraordinarios, de ello no cabe duda. Y parte de la excepcionalidad de nuestros días es que estamos siendo testigos del fin de la democracia o, mejor, de su progresiva degradación en una oclocracia.
Ya en el siglo IV a.C., Platón advertía con severidad sobre los peligros de la democracia descontrolada. Basándose en su experiencia directa con la democracia ateniense —la misma que condenó injustamente a muerte a su maestro Sócrates—, Platón nos dice que en una democracia degenerada (oclocracia) “el pueblo se convierte en esclavo de sí mismo”, manipulado por demagogos que lo adulan y explotan sus miedos y pasiones.
Según la anaciclosis propuesta por Polibio en el siglo II AEC, las formas de gobierno siguen un ciclo predecible donde cada tipo de régimen degenera con el tiempo y es reemplazado por otro. El ciclo comienza con la monarquía, entendida como el gobierno de un solo individuo justo y virtuoso, que inevitablemente degenera en tiranía, un régimen autocrático y corrupto. Esta tiranía es derrocada por una aristocracia, el gobierno de los mejores basado en el mérito, que también termina corrompiéndose en una oligarquía, donde unos pocos gobiernan en beneficio propio. Finalmente surge una democracia, donde el pueblo participa de manera igualitaria en el poder, aunque con el tiempo esta forma de gobierno degenera en oclocracia, el dominio irracional de la muchedumbre, guiado por las pasiones del momento, la charlatanería y el desorden. Esta teoría influyó profundamente en el pensamiento político occidental, inspirando a autores como Maquiavelo y Montesquieu, así como a los fundadores de las democracias modernas, quienes intentaron diseñar sistemas políticos que evitaran tanto la tiranía como la oclocracia.
Las oclocracias en las que se están convirtiendo muchas de las democracias occidentales, incluyendo la colombiana, se caracterizan porque el poder del pueblo se desborda y se convierte en el dominio de la masa sin control, guiada por emociones, líderes populistas que se arrogan el derecho de representar completamente la voluntad popular, y presiones del momento. En esta forma degradada de poder popular, las decisiones no se basan en el debate racional ni en el respeto al marco legal, sino que emergen de la presión emocional, la manipulación y la imposición de una mayoría sin contrapesos ni restricciones.
Cuando el poder se sustenta en una agitación popular constante, los líderes suelen actuar movidos por la necesidad de obtener una y otra vez una legitimación basada en una democracia plebiscitaria. Aunque genera la ilusión de una identificación total entre el líder y el pueblo, esta dinámica favorece el cortoplacismo, intensifica la polarización social y debilita las instituciones. En lugar de fortalecer la participación ciudadana, la distorsiona, impulsando decisiones colectivas, influenciadas por prejuicios y desinformación. Así, se facilita la manipulación de las masas, socavando a su vez la confianza pública en la democracia misma.
Benito Mussolini y Adolfo Hitler utilizaron con eficacia las emociones colectivas, la frustración social y el nacionalismo herido para movilizar a las masas y consolidar regímenes totalitarios. En ambos casos, la movilización popular no fue espontánea, sino cuidadosamente orquestada, aprovechando el vacío institucional y el descrédito de la democracia parlamentaria. El asalto al Capitolio estadounidense en enero de 2021 por parte de seguidores de Donald Trump que se negaban a aceptar el resultado de unas elecciones certificadas, ejemplifica cómo la oclocracia puede irrumpir incluso en democracias consolidadas.
La línea entre democracia y oclocracia es delgada, y cruzarla depende no sólo de las instituciones, sino de la cultura política de los ciudadanos. Para evitar la caída en el caos oclocrático, es imprescindible fortalecer la educación cívica, la prensa libre y la deliberación racional. Las democracias saludables no son aquellas que simplemente permiten votar, sino aquellas que forman ciudadanos capaces de entender la complejidad del poder, respetar las leyes y resistir la manipulación emocional. La tradición republicana insiste en la necesidad de estructuras que frenen los excesos de cualquier grupo, sea minoría oligárquica o mayoría apasionada. La constitución, el Estado de derecho y la separación de poderes no son obstáculos al poder del pueblo: son las condiciones que lo hacen posible y sostenible.
