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El fallo de primera instancia en el juicio penal contra Álvaro Uribe Vélez ha sido una oportunidad extraordinaria para auscultar, en tiempo real, el pulso de una sociedad convulsa.
A partir de este episodio se desató el estruendo coral de una Babel digital: gritos en vez de razones, arengas en lugar de argumentos. La jueza que emitió el fallo fue erigida súbitamente como heroína o villana, según el dogma del espectador. Unos la celebraron como garante de la justicia. Otros la escupieron simbólicamente como emisaria de un aparato “ideologizado”, “comprado” o enemigo de los “colombianos de bien”. El fenómeno no sorprendió. Si el fallo hubiese sido absolutorio, el vendaval de improperios habría girado de bando, pero no de intensidad. Es un péndulo emocional que no busca justicia, sino revancha. Hoy, quienes vitorean el Estado de derecho, mañana lo calificarán de farsa.
Este episodio confirma que el país se desliza por la pendiente de la oclocracia: el gobierno de la muchedumbre, esa patología de la democracia que ya temían los griegos antiguos. Cuando las instituciones son deslegitimadas por principio, cuando se impone el volumen de personas en una marcha sobre el peso del argumento y las decisiones judiciales, cuando la legitimidad se mide por el número de seguidores o de armas, cuando los algoritmos sustituyen al debido proceso y las redes sentencian antes que los jueces, la voluntad general es secuestrada por la pasión momentánea. En vez de polis, tenemos plaza pública. En vez de República, clanes. En vez de Estado, espectáculo.
Lo que hoy ocurre en Colombia recuerda, con alarmante similitud, el clima político que precedió al Terror durante la Revolución Francesa. En aquel tiempo, la exaltación de la “voluntad popular” se convirtió en un arma contra todo orden establecido: tribunales improvisados, juicios sumarios y ejecuciones en nombre del pueblo. Robespierre y Saint-Just no hablaban de justicia, sino de virtud revolucionaria, que no admitía réplica ni matiz. La guillotina no sólo cortaba cabezas, sino que cercenaba cualquier posibilidad de deliberación. Hoy, aunque no haya cuchillas en las plazas, el linchamiento digital cumple la misma función simbólica. Las redes sociales son nuestras guillotinas: exigen culpables, reclaman castigos inmediatos y se alimentan de la humillación pública. Al igual que en 1793, cuando la emoción de la masa se impuso sobre la razón de la ley, en Colombia peligra la balanza de la justicia frente al griterío de las tribus virtuales. Como en el Terror de la Revolución Francesa, cuando Robespierre invocó la “virtud popular” para justificar la guillotina, hoy se apela al “clamor del pueblo” para deslegitimar todo lo que contradiga el dogma de los bandos. La guillotina ha cambiado de forma: ya no es de acero, sino digital. Pero corta igual.
¿Qué nos queda a quienes no tomamos bando por la radicalización oclocrática? ¿Qué horizonte se dibuja para esa mayoría silenciosa que no marcha, no grita, no milita, pero sí piensa, duda y quiere vivir en paz? Resistir. Pero no con las armas del odio, sino con la constancia de lo civil. Algunos lo intentan desde la política, aun sabiendo que el centro es hoy el blanco favorito de los extremos, que lo acusan de “tibio” por no vociferar. Otros resisten desde la decencia cotidiana: no hacen trinos incendiarios, no participan en linchamientos digitales, no idolatran caudillos ni creen que su causa justifique la aniquilación del otro. A menudo son tildados de apáticos. En realidad, son los últimos humanistas. No viven según las modas morales de Twitter ni permiten que el algoritmo decida por ellos. Son los que aún creen en la conversación frente al monólogo, en la ley frente al furor, en la democracia como forma de contención y no como un campo de batalla.
La oclocracia no llega con un golpe de Estado, sino con mil pequeñas claudicaciones cotidianas. Cada vez que preferimos el escándalo a la evidencia, el grito al matiz, el líder al argumento, la tribu al ciudadano. Es allí donde ha de residir nuestra verdadera resistencia.
