La historia de Israel e Irán está conectada desde hace por lo menos 25 siglos. Está a tal grado fusionada que en gran medida el pueblo de Israel le debe su existencia a Irán: en el siglo VI antes de nuestra era un rey surgido en las áridas tierras de la meseta de Fars, en el corazón de las montañas en las que los arios – también llamados iranios – se asentaron a principios del primer milenio AEC, el creador de Persia, hizo algo sin precedentes: liberó a un pueblo vencido y expulsado, no para exhibirse como magnánimo conquistador, sino por convicción política y visión de Estado. Ciro II, llamado “el Grande”, fundador del Imperio Aqueménida de Persia, tras tomar Babilonia, permitió el retorno de los judíos a Jerusalén y la reconstrucción de su templo, destruido en el año 586 AEC por Nabuconodosor II, rey de Babilonia. No exigió conversiones ni impuso lengua ni dioses. En su famoso cilindro —una inscripción en arcilla escrita en acadio cuneiforme— proclamó su respeto por los cultos, costumbres y estructuras locales de los pueblos bajo su mando. Aquello que hoy se conoce como el Cilindro de Ciro ha sido llamado, quizá con un poco de anacronismo pero no sin fundamento, el primer documento de derechos humanos del mundo.
No deja de ser una de las grandes ironías de la historia que más de dos mil quinientos años después, los herederos espirituales de Ciro y del pueblo que él liberó estén enfrentados en uno de los conflictos más terribles y peligrosos del presente.
Mientras en Occidente la figura de Ciro es celebrada como emblema de tolerancia, en el Irán contemporáneo su nombre ha sido a veces silenciado o instrumentalizado. La República Islámica ha oscilado entre el rechazo del pasado preislámico al que considera idolátrico, y su apropiación nacionalista en momentos de necesidad simbólica. Aun así, el pueblo iraní —más allá del régimen— continúa rindiendo homenaje a Ciro. Cada año, pese a las restricciones del gobierno, miles de jóvenes peregrinan hasta Pasargada, su tumba solitaria en las llanuras de Fars (de este nombre antiguo surge el vocablo de Persia y su lengua, el farsi), para rendir tributo a aquel monarca que simboliza un Irán distinto: tolerante, plural, orgulloso de su herencia.
Frente a esto, el conflicto con Israel —de raíces múltiples, tanto ideológicas como estratégicas— representa una ruptura dolorosa con esa memoria. El país cuyo fundador permitió a los judíos regresar a su tierra y recobrar su identidad es hoy uno de sus enemigos más declarados. La retórica oficial iraní, que niega o minimiza la Shoáh, que habla de borrar a Israel del mapa, no sólo es inaceptable desde un punto de vista moral, sino que traiciona la propia tradición persa de respeto a la diversidad. Es una renuncia a los principios fundacionales persas consagrados por Ciro.
Por su parte, Israel, que guarda en su Knéset una copia del cilindro como símbolo de la restauración judía, parece también olvidar la lección de aquel acto fundador: que la fuerza no construye legitimidad y que el poder imperial —cuando no se basa en el respeto y la inclusión— está condenado a volverse contra sí mismo.
El pasado no es un refugio, pero sí puede ser una guía. En tiempos donde el lenguaje de la confrontación se impone, recordar a Ciro no es un ejercicio arqueológico: es una interpelación ética. Tal vez, si ambas naciones volvieran a mirar hacia ese momento compartido de su historia, podrían descubrir que en la dignidad del otro se encuentra también la propia.