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Respeto y autoridad

Julián López de Mesa Samudio

26 de mayo de 2021 - 10:00 p. m.

Existen palabras muy significativas que están asociadas a los sentimientos, valores y principios más íntimos y profundos de las personas y de la comunidad de la cual hacen parte. “Respeto”, “orden”, “autoridad”, “seguridad”… Muchas de ellas están relacionadas, con razón, con los principios más conservadores de las sociedades y por ello son más caras a las personas cercanas a ideologías de derechas. Algunas tienen tanto valor que se tornan sagradas. Esta sacralidad, compartida por un amplio sector de la sociedad y validada a través de la transmisión generacional y la consagración religiosa, implica, sobre todo, que tienen poder, que son mágicas; mencionarlas en voz alta tiene el efecto de un conjuro antiguo, de un hechizo social. Estos términos poderosos justifican acciones y ganan corazones, son capaces de hacer llorar de emoción a un auditorio lleno de personas desconocidas, pueden comenzar y terminar guerras, que surjan y colapsen Estados enteros...

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Pero últimamente la publicidad ha pervertido muchas de estas palabras. El mercadeo político y los asesores de comunicaciones, sabedores del peso de los vocablos, los usan como misiles para abrir el camino a sus campañas de propaganda. Los políticos son los más perversos, ya que conocen los valores conservadores y los deforman para amoldarlos, mezquinamente, a sus propios intereses. Expertos en manipular las emociones y el inconsciente colectivo, se han encargado, desesperados por mantener la atención de un público cada vez menos cautivo, de usar gratuita y desvergonzadamente palabras como “solidaridad”, “honor”, “honorabilidad”…

Estas palabras, que son profundas, que escuchamos quizás por primera vez en situaciones solemnes, pronunciadas con seriedad (lo que nos hizo saber desde muy niños de su trascendencia, aunque no necesariamente su significado), deben usarse a cuentagotas, de cuando en vez para que mantengan su función y su poder. El problema es que cuando se usan a menudo y para todo, como hacen el partido de gobierno, sus adeptos, pero sobre todo su caudillo e inspirador, las palabras empiezan a perder fuerza. Cuando se esgrimen ante cualquier situación, cuando se tornan en formulas sacramentales para causar un efecto emocional favorable o desfavorable, cuando se usan con fines propagandísticos, cuando su significado se amplía según la conveniencia y se pervierte, las palabras dejan de tener valor, pierden su potencia, el hechizo se rompe. Pero lo que es peor, el significado se degenera y se pierde el valor social y su función práctica en el devenir cotidiano.

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En este sentido, le recuerdo al presidente de la República, al líder de su partido y a sus seguidores que el respeto no se impone, se gana. Todo respeto impuesto, y más si es violentamente, no es respeto, sino miedo; sus rostros son parecidos, pero su esencia es muy diferente: el miedo dura mientras perdura aquello que lo causa; el respeto, una vez adquirido, tiende a perdurar sin necesidad de coacción alguna: se da de manera natural y espontánea. De ese tipo de respeto se deriva la autoridad legítima y válida.

El uso excesivo y deformado de las palabras “respeto” y “autoridad” terminó por banalizarlas. No importa cuánto se desesperen el ministro de Defensa y el expresidente Uribe, cuántas veces las vociferen y las exijan. Entre más lo hagan, más se desdibujan y menos efecto causan. Esa es la tragedia del caudillo en declive y de los pocos que aún lo siguen: espetan al viento y la autoridad que han querido capturar se les escapa, desvalida e indignada, sin que nada puedan hacer.

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@Los_Atalayas, atalaya.espectador@gmail.com

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