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La moda no es un capricho ni una arbitrariedad, como tantos lo suponen: obedece a la ley de evolución, de comercio, de trabajo, de variedad; y es casi siempre el carácter de una época reflejado en las cosas físicas y morales susceptibles de mudanza. Es la vida misma en determinados momentos de su proceso.
La moda es la soberana del universo mundo. El más refractario a las novedades entra poco a poco en la corriente avasalladora, sin darse cuenta de ello. ¿Cómo no? La moda es costumbre, y la costumbre, ley; es fuente de riqueza y de vanidades, y vanidades y riquezas arrastran y cautivan corazones.
La moda mueve y avienta valores materiales, como la mar sus olas; en su labor vertiginosa y multiforme ocupa los brazos por millones, lleva el pan a infinidad de hogares, crea y fomenta sinnúmero de industrias y, a semejanza de la muerte, establece, siquiera sea en apariencia, algo de esta igualdad tan soñada como imposible.
Mucho es que la humanidad se uniforme en casas, mobiliarios e indumentarias, aunque sea por efímeras modalidades. Al menos no disonará en todo este maremágnum heterogéneo de las individualidades que se opone a ese total antropológico, concebido por tantos pensadores que ansían componer, a puro rasero, este mundo, al que juzgan abrupto y dislocado.
La moda, como toda divinidad inventada por el hombre, tiene, a vueltas de sus excelsitudes y providencias, crueldades asiáticas verdaderamente pavorosas. Y, ¡cosa triste!, las tiene, precisamente, con sus esclavos más fieles e incondicionales. ¡Desventurada gleba! Si son ricos, el fervor y el fanatismo los absorben y los poseen en todo y por todo. En su locura quieren modas en la propia inmutable naturaleza: el mismo sol y las mismas estrellas del firmamento se les vuelven atrasados: cosas para plebe infeliz. Si pobres, aquello son las torturas de lo imposible y los síncopes de la envidia; son el ayuno y el desvelo, los sables y las “culebras”; son la pérdida de la dignidad y de la honra, porque en las aras de esta diosa de los dioses ¡qué no se quema y sacrifica?
La moda, como toda religión, tiene herejías y cismas geográficos y antinacionales dignos de Felipe II y de Enrique VIII. Pretenden estos heresiarcas y cismáticos que las aldeas sean urbes, que los trópicos, septentrión; Londres y Parises estas Américas no argentinas, del centro y del mediodía.
“¡Oh, Moda!”, Tomás Carrasquilla, s.f.
