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La reciente entrega del Premio Nacional de Periodismo por parte del régimen de Nicolás Maduro a dos comunicadores iraníes que participaron activamente en el conflicto bélico con Israel no fue un acto aislado. Fue el epílogo simbólico de doce días de propaganda, movilizaciones y cobertura mediática dirigida a respaldar abierta y agresivamente al régimen teocrático de Irán. Venezuela, una vez más, asumió su rol como cabeza de playa de una coalición internacional que desafía abiertamente los valores de la democracia liberal y el orden occidental.
Durante esas jornadas, el aparato comunicacional madurista se movilizó con disciplina: marchas, foros, coberturas “especiales”, pronunciamientos públicos. En una de esas manifestaciones, el presidente del Parlamento, Jorge Rodríguez, declaró sin matices: “Irán le dio por los dientes a la entidad sionista cuando atacó la paz y la soberanía de Irán… bastaron 12 días para que el mundo se diera cuenta de que Israel no era más que otro tigre de papel”. Esa retórica, propia de los años más oscuros de la Guerra Fría, marca el tono de una alianza internacional que se ha vuelto más que simbólica: es operativa, estructural y profundamente ideológica.
La penetración iraní en América Latina ha dejado de ser una hipótesis marginal para convertirse en una realidad sistemática. Más allá de los intercambios comerciales ocasionales con potencias regionales como Brasil o México —donde prima el interés pragmático—, Irán ha consolidado una red de afinidades estratégicas con los regímenes de Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Cuba. Es en estos países, caracterizados por su autoritarismo institucionalizado, donde Teherán ha encontrado terreno fértil para expandir su influencia ideológica, operativa y militar.
Lo que se observa en el continente no es una suma de acuerdos diplomáticos dispersos, sino una arquitectura de alianzas funcionales al eje antioccidental. Esta estructura se manifiesta en la transferencia de tecnología, la cooperación en seguridad, la instrumentalización mediática y, en ciertos casos, la facilitación de redes ilícitas. Lejos de ser una presencia pasiva, Irán actúa como un actor deliberado que ha convertido a varios países latinoamericanos en nodos estratégicos de su política exterior alternativa.
Mientras las democracias del hemisferio se debaten entre la polarización y la debilidad institucional, este bloque autoritario ha aprendido a utilizar los vacíos del sistema para proyectar poder. América Latina, por su fragmentación política y su histórica vulnerabilidad al discurso redentor, corre el riesgo de transformarse en una zona de ensayo para agendas que contradicen su vocación democrática.
Uno de los casos más ilustrativos es el de Bolivia, donde en 2023 el gobierno firmó un acuerdo de cooperación en materia de seguridad y defensa con Teherán. El convenio incluyó el suministro de equipos militares y la creación de un centro de formación ideológica para milicianos revolucionarios. Paralelamente, desde territorio boliviano se emite el canal Abya Yala, una plataforma de comunicación que reproduce de forma sistemática la narrativa del islamismo político y respalda de manera explícita los discursos de Caracas, La Habana y Managua.
En el Cono Sur, las alertas también se multiplican. En Colombia, diversas fuentes de inteligencia han advertido sobre la operación de una célula de Hezbolá en Bogotá, mientras que en la zona de la triple frontera —entre Brasil, Paraguay y Argentina— persisten estructuras clandestinas asociadas al financiamiento ilegal y al contrabando. Estos enclaves operan bajo la sombra de la desidia institucional o la complicidad velada de actores locales, y conectan directamente con redes globales que no distinguen entre activismo ideológico y crimen transnacional.
Los antecedentes no son menores: los atentados contra la AMIA y la embajada de Israel en Buenos Aires, así como el ataque al vuelo 901 de Alas Chiricanas en Panamá, son recordatorios trágicos del precio que puede tener la complacencia ante estas amenazas.
La reciente guerra contra Israel ha servido de vitrina. No solo militar, sino diplomática y propagandística. Los aliados de Irán en el continente se activaron en bloque. No es una lucha por los derechos de un pueblo, sino un asalto ideológico a los fundamentos de la democracia liberal.
Venezuela ya no es solo un país en crisis. Es un enclave funcional de un proyecto global que une a Teherán, Moscú, Pekín y La Habana. Lo que allí ocurre no afecta solo a los venezolanos, sino al equilibrio mismo de la región y al destino de Occidente. Ignorarlo es un lujo que la democracia ya no puede permitirse.
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