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El ambiente bogotano

Julio Carrizosa Umaña

03 de abril de 2014 - 01:39 p. m.

A pesar de todo hay cosas que mejoran en el ambiente bogotano: los habitantes de San Cristobal le ruegan al Distrito que cumpla con sus planes de rehabilitación del Río Fucha; los empresarios empiezan a hablar en serio de utilizar las vías férreas para trenes urbanos, la Universidad de los Andes logra acuerdos con sus vecinos de Las Aguas para realizar una verdadera rehabilitación urbana de la cuenca alta del San Francisco, nadar en el río Bogotá y contemplar el Tequendama se convierten en objetivos nacionales gracias al Consejo de Estado. El Jardín Botánico florece y allí los docentes del Distrito alternan con los científicos ambientales, los caballos que halaban las zorras ahora pastan en la sabana, los recicladores se agrupan en microempresas, los míseros no pagan el agua, los enfermos pobres reciben al medico en sus albergues. Hay indicios de que Bogotá empieza a humanizarse.

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Pero esa humanización de la capital no se logrará sino hasta que cese el odio, el odio que tuvo su clímax en ese aciago día de abril y que después se desparramó por todo el país conduciéndonos a la situación actual. El odio que vemos en las palabras, en los gestos y en las posiciones de quienes quieren que el país continúe segregado, sectorizado, estratificado, simplificado, dividido hasta en los detalles más ínfimos para evitar que se terminen sus posiciones ventajosas, para disminuir la posibilidad de que la unión de las razas, las clases y las imaginaciones disminuya el poder logrado mafiosamente.

Los avances logrados pueden ser considerados como demasiado pequeños para regocijarse si no se considera que detrás de ellos hay un proceso de modificación de ideas y de conceptos. El principal destruir las murallas invisibles que dividen a los bogotanos, fortalecer la posibilidad de que todos nos consideremos ciudadanos y compatriotas. El segundo recuperar para el centro de la ciudad el papel de agora en la cual, integrados socialmente, logremos convivir y crear. Allí, en las laderas de Monserrate y Guadalupe, es posible que, uniéndonos sin odiarmos, la ciudad compacta sea también la ciudad de la reconciliación en el postconflicto.

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Si no aprovechamos esta oportunidad, si volvemos a las viejas rencillas, si el norte continúa huyendo de la realidad, y si nuevamente ascendemos en la escala del odio, la ciudad perderá su liderazgo de paz y concordia y es posible que se convierta en un lastre que haría imposible la recuperación de la Nación.

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