El árbol del poder está desequilibrado, según Pablo Leyva; es necesaria una cuarta rama, la del conocimiento.
El doctor Leyva llega a esta conclusión después de analizar la situación actual de los institutos de investigación vinculados o adscritos al Ministerio del Ambiente y el Desarrollo Sostenible: el Ideam, el Humboldt, el Invemar, el Sinchi y el Instituto del Pacífico.
Estos cinco institutos fueron creados por la Ley 99 en 1993, como parte del Sistema Nacional Ambiental. El Ideam es un instituto público, adscrito al ministerio, que se encarga de los estudios climatológicos, hidrológicos y ambientales; los otros cuatro se diseñaron como alianzas entre lo público y lo privado para apoyar las políticas relativas a la biodiversidad, el mar, la cuenca amazónica y el Chocó biogeográfico. Este esfuerzo institucional público para el avance científico y tecnológico, el mayor desde la creación del Instituto Geográfico Agustín Codazzi en la década de 1930, y de Colciencias treinta años después, ha constituido en estos 20 años grupos de investigadores que antes no existían, trabajando en instalaciones adecuadas y respaldando las políticas ambientales con argumentos sólidos. Sin embargo, cuando se comparan con esfuerzos similares en el Perú, México, Brasil e, inclusive, Venezuela, se advierten sus debilidades, casi todas relacionadas con la escasez de los fondos públicos que se les asignan en el presupuesto nacional.
Sin embargo, existe una excepción en el mundo institucional del conocimiento público, la del Banco de la República, cuyas decisiones han estado siempre respaldadas por muy altos niveles de análisis y síntesis en el contexto de las técnicas que protegen los activos monetarios, estudios elaborados por sus propios funcionarios, todos eminentes estudiosos de las ciencias económicas y políticas. Desde el ambientalismo reconocemos que el alto nivel científico-técnico del BR ha sido fundamental para mantener baja la inflación, lo que nos duele es no contar con una institucionalidad cognitiva igualmente fuerte para proteger la parte estructural del capital nacional, la institucionalidad científica que debiera aportar argumentos para evitar el deterioro del patrimonio natural.
Si continúan estas diferencias entre el conocimiento institucional de las ciencias económicas y el de las ciencias de la tierra, es muy probable que las cuestiones ambientales sigan siendo vistas como accesorias, casi como cosméticas, cuando no como obstáculos puestos por energúmenos o aspiraciones de gentes ingenuas. Proporcionar al conocimiento científico-técnico del planeta un rango político constitucional podría ser una solución.