El Alan Turing histórico (1912-1954) es popular: inventó la máquina de Turing, el algoritmo de todos los algoritmos, la yema del huevo del computador; construyó el primer computador completamente electrónico; ganó una batalla decisiva en la Segunda Guerra Mundial al descifrar el código Enigma del Ejército alemán; el logo de Apple es el homenaje que Steve Jobs le rindió a su genio.
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El Alan Turing histórico (1912-1954) es popular: inventó la máquina de Turing, el algoritmo de todos los algoritmos, la yema del huevo del computador; construyó el primer computador completamente electrónico; ganó una batalla decisiva en la Segunda Guerra Mundial al descifrar el código Enigma del Ejército alemán; el logo de Apple es el homenaje que Steve Jobs le rindió a su genio.
El Turing personal es menos conocido. Tenía voz chillona, dentadura irregular y ojos azules y estaba locamente enamorado de un condiscípulo. Preocupada, su madre lo llevó a un médico que le recetó un remedio sofisticado: «Un curso de matemáticas fortalecerá su carácter», dijo el hombre serísimo. Por increíble que parezca, la idea no era original. Cien años atrás, le habían sugerido el mismo remedio a la esposa de lord Byron para curar a su hija de su afición al romanticismo: «Dosis altas y diarias de álgebra y geometría euclidiana». Por increíble que parezca, la pócima surtió efecto y Ada Byron se convirtió en la más aguda pionera de la historia de la computación.
Turing andaba en bicicleta, se protegía de su alergia al heno con una máscara antigases, llevó durante años un impermeable dos tallas más pequeñas, cargaba un enorme reloj despertador atado a la cintura, limpiaba el pizarrón con las faldas de la camisa y resultaba imposible conversar con él porque era tatareto y sufría ataques de hilaridad nerviosa.
Estaba condenado a la soledad por partida triple, dice Emmanuel Carrère: «Homosexual, genio lógico y cerebro de un proyecto militar secreto, tres logias herméticas».
En 1931 se matriculó en el King’s College de Cambridge. Allí se reunía el grupo de Los Apóstoles: E. M. Forster, Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein, el editor Leonard Woolf (esposo de doña Virginia) y John Maynard Keynes, el administrador del Colegio. Por desgracia, su timidez lo inhibió de participar en las reuniones del círculo, pero fue alumno de John von Neumann en Princeton y de Wittgenstein en Cambridge, quien sufrió en carne propia la inteligencia y la locura de Turing y se vengó asestándole una broma clásica entre matemáticos: «¡Usted tan joven y ya no hizo nada!». (En el gremio existe la creencia de que el genio matemático muere muy temprano).
En 1951 la policía descubrió que Turing era homosexual y la Justicia le aplicó la Enmienda Labouchère, una ley acuñada en 1885 que penalizaba «los ultrajes a la moral entre varones adultos en público o en privado». Esta mariquísima ley envió a la cárcel de Reading a Oscar Wilde y rigió hasta 1967, cuando los empelucados jueces del Reino Unido aceptaron a regañadientes que el homosexualismo no era una infección contagiosa.
A Turing se le dio a escoger entre una pena de prisión o un tratamiento con hormonas femeninas, una estrategia homeopática que buscaba «curar el mal con el mal». Turing se sometió al tratamiento y las hormonas le tumbaron la barba, le produjeron impotencia, hicieron más aflautada su voz y le sacaron senos. Turing vivía fajado y tenía prohibido salir de Manchester. Aunque la guerra había terminado, todo lo relacionado con Enigma y la criptografía seguía siendo secreto militar y Turing fue tratado con un celo excepcional.
El lunes de pentecostal de 1954 no pudo más y mordió una manzana que había rociado con cianuro. Así fue premiado por la Corona el hombre que ganó la Segunda Guerra Mundial.
Turing murió convencido de que las máquinas no eran más estúpidas que los hombres. Resumió sus investigaciones, tendencias y problemas en un silogismo apretado: «Turing cree que las máquinas piensan / Turing yace con hombres / luego las máquinas no piensan».
Fuentes: Emmanuel Carrère, «Vida abreviada de Alan Turing». David Leavit, «Alan Turing». Walter Isaacson, «Innovadores».