Salvo episodios inteligentes e involuntarios de tarde en tarde, todos decimos bobadas de manera cotidiana, aplicada y copiosa. Lo extraño es que también digan tantas bobadas los sabios. Compilo aquí, para el café y la mañana del sábado, algunos ejemplos.
En Magníficos rebeldes, su más reciente bestseller (Andrea Wulf emite uno por año), hay un capítulo dedicado a Fichte, filósofo que Wulf admira mucho pero no sabe cómo exaltarlo, y ensaya hipérboles y adjetivos hasta que de pronto tiene una inspiración súbita y estampa: “Fichte era el Bonaparte de la filosofía”. ¡Por Dios, Andrea!
Rodolfo Llinás es un genio, sin duda, pero un día se levantó con una idea demasiado audaz en la cabeza. La conciencia, dijo con aplomo neuroquirúrgico, está formada por unos osciladores eléctricos situados en la oliva inferior, un núcleo celular situado en la parte inferior del tallo cerebral, donde nacen las fibras trepadoras que ascienden al cerebelo.
Un poco más y el doctor Llinás se toma una selfie con la conciencia.
Después le escuché algo mejor, una proposición fractal y mística: “La conciencia está, íntegra y total, en cada parte del cuerpo”.
El desprecio de los intelectuales por la gente es una bobada clásica. Vargas Llosa, por ejemplo, ha dedicado varios ensayos a criticar “la sociedad del espectáculo”. Al tiempo, él mismo es un espectáculo superexitoso, vive en las páginas de las revistas del espectáculo y durmió hasta hace poco con una señora que fue espectacular el siglo pasado. (En Los bárbaros, Alessandro Baricco arroja una mirada más humana sobre “lo frívolo” y la cultura popular. Carlos Monsiváis también sabía mirar así y dejó ensayos luminosos sobre Juan Gabriel, María Félix, las telenovelas, Cantinflas y el Enmascarado de Plata).
Bill Gates profetizó que los días del libro de papel estaban contados. Lo dijo en 1995 en un libro de papel, Camino al futuro. Hoy Bill luce tan seco y arrugado como un papiro egipcio mientras que los libros de papel siguen saliendo al mercado por borbotones, tersos y fragantes: de los 37 millones de libros vendidos en 2018 en Colombia, solo dos millones eran digitales.
“Amarás a Dios sobre todas las cosas”, no es una buena frase, sobre todo si sale de labios de Dios, esa potencia del estilo: “Los truenos son mi voz y las nubes el polvo de mis pies”. (Los envidiosos dicen que Jehová ha tenido buenos ghostwriters, pero olvidan que es la Inspiración, el soplo del Espíritu, lo que anima a todos los escritores).
Goethe y Schopenhauer eran amigos y compartían la afición por la óptica. Se divertían hablando de la psicología del color y burlándose de Newton, cuyos trabajos sobre la naturaleza de la luz no les merecían respeto alguno, aunque apreciaban sus resultados en mecánica. Hoy los trabajos sobre el color de Goethe y Schopenhauer son curiosidades históricas, mientras que los pinceles, los colores y hasta el último fotón de la luz de este día son dócilmente newtonianos. De aquí la razón del epitafio que escribió Alexander Pope: “Dios dijo: Sea Newton, y todo fue luz”.
Umberto Eco, el último mortal que lo supo todo, odiaba las redes sociales, esos sitios donde todo el mundo se cree autorizado a opinar sobre lo divino y lo humano. Soñaba con un algoritmo que censurara tanta estupidez. Traducción: solo nosotros, los sabios y los profesores muy mediáticos, tenemos derecho a decir estupideces.
Él, que tenía todos los canales del mundo para pontificar sobre cualquier asunto físico, metafísico o sutil, quería negarle a la gente su única tribuna, las redes sociales. Finalmente, Dios le dio su merecido: le llenó la boca de oro, el estiércol del demonio, y lo condenó a hablar en una lengua oscura, la semiótica.