Dejo aquí, para la mañana y el café del sábado, cinco notas sobre gramática (la dramática, como la llama un amigo insolente).
“«Copérnico probó que la Tierra giraba alrededor del Sol» (...). Podría tolerarse gira (Copérnico probó que la Tierra gira alrededor del Sol), mas entonces no veríamos por entre la mente de Copérnico el giro eterno de la Tierra, como el sentido lo pide”. (Ejemplo del uso del copretérito tomado de la Gramática de la lengua castellana, de Andrés Bello).
Las lenguas son anteriores a las gramáticas y son parcialmente lógicas porque la comunicación es su norte. Pero la lengua también quiere conmover; por eso entona canciones, asesta ironías, esgrime conjuros, arroja injurias, emprende elipsis, acuña refranes, se adorna con tropos, legaliza caprichos y otorga licencias, operaciones que desbordan la lógica y desafían la sintaxis ortodoxa. Sumisos a las leyes de la concordancia escribimos “ojos verdes”, en plural, pero decimos “ojos violeta” en homenaje a la singularidad de los ojos de este color.
La gramática nunca tendrá la precisión de la matemática porque los idiomas no son sistemas arbitrarios para traducir a números la cantidad, el espacio y sus relaciones. Los idiomas son la manera como cada pueblo siente la realidad, cifra sus anhelos y conjura sus demonios. En las ásperas lenguas de los nómadas, digamos, había muy pocos vocablos para designar la tierra; ninguno para la ciudad. La tierra era esa materia vertiginosa que pasaba bajo los cascos de sus caballos; la ciudad, un corral de piedra lleno de gente temerosa. Tenían en cambio decenas de términos para la caza, el caballo, las armas, las estrellas.
En el siglo III, luego de hacerse castrar por su médico para que los afanes de la carne no lo distrajeran de su tarea, Orígenes de Alejandría emprendió la composición de la edición hexaplar de las Escrituras. En folios de seis columnas transcribió cuatro versiones canónicas griegas de los libros sagrados, la versión hebrea y una traducción al griego hecha por él mismo. Cuando puso el punto final, luego de 17 años de trabajo (era ya un anciano), ordenó que un ejército de escribas (era muy rico) hiciera copias de su obra para distribuirlas en las iglesias cristianas de Grecia y Egipto. Contrató miniaturistas que ilustraran las letras iniciales de los capítulos y quiso que las iniciales de todos los párrafos fueran iluminadas con rojo en homenaje al pueblo que inventó el alfabeto fonético, el fenicio, palabra que significa rojo. Quizá por esto en la escuela escribíamos con rojo los títulos. Sin saberlo, rendíamos homenaje a los fenicios.
Los signos de puntuación fueron inventados por Aristófanes de Bizancio en la Biblioteca de Alejandría hacia el año 200 a. C. Cuando preparaba una lectura pública de la Ilíada, Aristófanes leyó: “Canta oh musa la cólera del pélida Aquiles”. Volvió a leer la frase, la midió con su oreja filológica y puso una marca para recordar que debía hacer una pausa corta después de “canta”, puso otra igual después de “musa” y dos marcas después de “Aquiles”, donde sintió una pausa más larga. Después inventó un signo de “silencio” y otro, muy largo, para dividir el libro en “cantos”, algo equivalente a nuestros capítulos.
Así nacieron los signos de puntuación, esas partículas mínimas y esenciales que descubrió Aristófanes mientras medía, a través de los siglos, la respiración de Homero.
* Las academias proponen normas generales de puntuación, pero la última palabra la tiene la manera como cada escritor respira sus frases.
** A la Real Academia Española le tomó un siglo aceptar que un suramericano, el venezolano Andrés Bello, había ideado una nomenclatura verbal más lógica que los oscuros “pluscuamperfectos” de la Academia.