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Cuentos de monedas

Julio César Londoño

04 de enero de 2025 - 12:05 a. m.

Hay dos cuentos antiguos relacionados con el sonido de las monedas. El primero es la anécdota de un rico florentino de mediados del siglo XVI que pasó por una iglesia y vio a los sacerdotes colectando oro en el atrio. Preguntó el motivo de la colecta y le explicaron que era una venta de indulgencias para financiar la construcción de la Basílica de San Pedro en Roma, un palacio más caro que todas las pirámides y todas las murallas del mundo.

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Los parroquianos piadosos tenían dos opciones: donar un florín de oro para que el alma de un réprobo saliera del purgatorio y gozara de la gloria del Cielo, o donar dos florines, una suma que salvaría a un réprobo y borraba todos los pecados del donante (para la fecha, con un florín de oro podía comprarse una vaca de raza, un traje de seda china o la mujer más cara del lupanar más exclusivo de la ciudad).

«Cuánto tarda la salida del alma del purgatorio», preguntó el rico.

«Nada, es instantánea», contestó un sacerdote. «Usted arroja sus florines en esta bandeja y antes de que se apague el tintineo de las monedas ya habrá un alma volando hacia el Cielo».

El rico arrojó un florín dorado en la bandeja y preguntó: ¿Ya hay otra alma en el cielo? Sí, contestó el sacerdote. Entonces el rico tomó su florín y se lo embolsilló: Gloria al Señor, dijo, y se marchó.

El segundo cuento es del volumen «Grandes cuentistas» de la editorial Grolier Jackson, la colección de obras clásicas dirigida por Alfonso Reyes y Germán Arciniegas en los años 60 del siglo pasado. Trata sobre una sentencia famosa que fue emitida en la Alejandría rumana, concretamente en la calle de las fritangas del barrio de los sarracenos.

Todo empezó cuando un sarraceno muy pobre se arrimó una mañana al fogón de Fabratto, un cocinero mahometano, sacó un pan de su morral, lo puso sobre la olla de Fabratto, «lo empapó en el vapor del cocido, le metió un mordisco largo, cerró los ojos extasiado y se relamió», según la versión de un testigo.

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Fabratto, que aún no había hecho la primera venta del día, consideró de mal agüero este suceso, tomó por el cuello al sarraceno y le gritó: ¡Estás robando la sustancia de mi cocido, bribón, tienes que pagarla!

De tu olla solo tomé un poco de humo, dijo el sarraceno.

¡No es humo, es sustancia, paga al menos la mitad del plato!

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Los dos hombres discutieron de manera acalorada aunque filosófica: «El humo es apenas la sombra de la sustancia», dijo el sarraceno. «El humo no se puede retener, va al aire y el aire es de todos, es público y gratuito, como el agua de la fuente de la plaza. Si el humo tuviera valor, todo el que pasara por aquí debería pagar por el delito de oler tu caldo».

«Mira tu pan, mira cómo brilla», replicó Fabratto, «está henchido del aceite de las carnes, de la esencia de las especias, de los jugos de los vegetales y del sudor de mi trabajo. ¿Me dirás que ese pan reseco que traías vale lo mismo que el pan suculento que saboreas ahora?».

Atraído por los gritos de los hombres llegó el soldán de Alejandría, y Fabratto y el sarraceno le expusieron sus razones. Hombre sabio, el soldán razonó así: «El humo es sustancia sublimada, por lo tanto el sarraceno debe pagar, pero medio plato es una suma excesiva si comparamos el peso del vapor atrapado en el pan con el peso de un plato».

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Dicho esto, le pidió una moneda al sarraceno, la hizo tintinear y volar por el aire con un golpe preciso de la uña del pulgar y dijo: «Como el humo es una sustancia sutil, págate, Fabratto, con el tintineo de esta moneda».

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Y dicho esto el soldán se embolsilló la moneda del sarraceno en pago de su trabajo como juez del caso, y se evaporó de la escena.

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