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De la piedra a la arena

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Julio César Londoño
06 de septiembre de 2025 - 05:05 a. m.
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Paradójicamente, las cosmologías, los mapas filosóficos del mundo, no han cambiado mucho en los últimos 2.500 años. Parménides imaginó el ser como una piedra: algo compacto, inmóvil, sin fisuras, un continuo. Lo real, decía, no cambia, no se mueve, no deviene. El cambio es ilusión, el tiempo un espejismo. El pensamiento griego quedó fascinado con esta idea: la verdad es lo que permanece. Todo lo demás, «la urgente Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras», la rosa y el pájaro eran solo apariencia.

Desde entonces la filosofía y la ciencia buscan lo permanente, lo que está debajo de la apariencia, lo esencial. Los antiguos lo buscaron en fenómenos o sustancias: el fuego, el agua, el éter. Los modernos, en números y partículas. El universo debía estar hecho de una sustancia última. La realidad debía tener fondo.

El universo de Newton era un artefacto de precisión, un mecanismo de relojería. El tiempo avanzaba con movimiento uniforme y parsimonioso, igual en la montaña que junto al mar, el mismo para el rey y para el sirviente. El espacio era un orbe inerte, homogéneo y transparente donde ocurrían los hechos. Nada se salía de la línea. Las leyes eran claras; la naturaleza, periódica; Dios, silencioso y puntual.

El siglo XX perturbó esa calma. Primero, Einstein curvó el espacio. El escenario se convirtió en actor. La gravedad siguió siendo una fuerza pero ahora fue también una geometría. El universo ya no era un mecanismo sino una suerte de pensamiento (como en la antigüedad, en la «idea» platónica) o quizá un tejido. El espacio se convirtió en algo plástico, moldeable por los astros. El tiempo fue una función de la velocidad y la altura. Ambos parecían impasibles, universales, y resultaron ser locales, relativos, sensibles. No existió más el tiempo sino los tiempos, y perdieron sentido referencias tan inocentes como el aquí y el ahora. Ejemplo: «Mira la Luna ahora» es una referencia imprecisa si se lo pide un astronauta a su esposa desde las profundidades del cosmos. Sus «ahoras» son diferentes.

Con los años y las investigaciones el tejido se volvió ralo, como una red. En lugar de un cosmos continuo, los físicos descubren paisajes discontinuos («discretos», los llaman, cuánticos, fragmentarios). La continuidad del mundo es una ilusión, un efecto de perspectiva, como esas fotos de periódico que parecen continuas cuando en realidad están hechas de puntos y vacíos.

El espacio, el tiempo y la energía están cuantificados. No existen intervalos inferiores a 10^-44 segundos, el quantum de tiempo, ni longitudes más cortas que 10^-33 centímetros, «la longitud de Planck». El mundo se compone de unidades mínimas. El tiempo no avanza de manera continua, salta a través de un espacio también discontinuo. Lo real ya no se parece al mármol ni a la seda, sino a una malla, una sucesión de nudos, una relación entre eventos.

Carlo Rovelli lo explica de esta manera: las cosas no tienen existencia en sí, como quería Kant, sino en relación con otras cosas. Lo real, o al menos lo medible, es lo que ocurre «entre» varias cosas o fenómenos. La física contemporánea reemplaza los objetos por sus trazas, la masa por vínculos, el ser por sucesos.

Pasamos de la piedra maciza de Parménides a la red casi intangible de hoy. Somos partículas, quizá ondas, números o ecos de un número… En el interregno perdimos solidez, sustancia, pero ganamos una mirada más ágil, más fina.

Y es probable que el pensamiento, al final, se parezca más a esta red que a aquella piedra. Tal vez por esto volvemos hoy al aforismo y recelamos de los sistemas filosóficos.

Si todo esto le parece confuso, tiene razón, lo es. Yo tampoco entiendo mucho esta columna ni los libros de los físicos modernos, y ellos mismos hablan con cautela de sus teorías. ¡Han tenido que ajustarlas tantas veces!

Nota. «La idea de que el tiempo puede ser granular, de que existen intervalos mínimos de tiempo, no es nueva. La defendió en el siglo VII Isidoro de Sevilla en sus Etimologías y, en el VIII, Beda el Venerable en una obra que lleva el significativo título de Las divisiones del tiempo. En el siglo XII Maimónides escribe: “El tiempo está compuesto de átomos, de intervalos indivisibles porque son muy breves”. Probablemente la idea sea todavía más antigua: como no tenemos los escritos originales de Demócrito, ignoramos si ya estaba ya presente en el atomismo griego clásico. El pensamiento abstracto puede anticipar en varios siglos hipótesis que luego encuentran utilidad o confirmación en la investigación científica». Carlo Rovelli, El orden del tiempo.

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Hernando Villate París(61673)10 de septiembre de 2025 - 08:35 p. m.
Maravillosa columna, como siempre. Rovelli también plantea que "el tiempo es simplemente <allí donde algo entropiza> (en el libro "y si el tiempo no existiera"), aunque más me gusta la propuesta del Dr Gunther Kletetschka del tiempo tridimensional, en donde se construye la realidad.
Yimmy Arana Varela(68264)08 de septiembre de 2025 - 04:02 a. m.
Siempre lo leo!
Rafael Arevalo(92116)07 de septiembre de 2025 - 06:21 p. m.
Don J.L, nos ha dado hoy usted en su exordio un recorrido entre místico e histórico por los meandros de la física con ciertos toques deliciosos de metafísica. Mil gracias!!.
Maribel Martinez(27840)07 de septiembre de 2025 - 06:02 p. m.
Breve Historia del Tiempo y El ensayo del Tiempo se unen en uno solo, el primero de Hawcking y el último de Borges o por esas cosas del tiempo puede ser al revés.
David Valencia Cuellar(0vhxw)07 de septiembre de 2025 - 03:56 p. m.
Interesante pero complicada su columna don Julio Cesar......
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