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El caso lo contó Juan Carlos Onetti en una columna de prensa hace mil años: un transeúnte quiso atravesar corriendo una autopista de alta velocidad en la Florida. El primer carro no pudo evitarlo y lo atropelló. El segundo carro tuvo que pasar por encima del cuerpo a toda velocidad para evitar los choques en cadena. Lo mismo pensaron el tercer conductor, el cuarto, el quinto… hasta el decimoséptimo, que logró frenar a unos centímetros de la papilla sanguinolenta.
Onetti se preguntaba de qué mierda estaban hechos esos 16 conductores y cómo pudieron ser tantos; pero sobre todo, qué clase de sujeto era el observador que fue capaz de contar con flemática aritmética el número de carros que destriparon al transeúnte.
En realidad, querido Juan Carlos, la flema es silvestre. La tienen todos los buenos profesionales. La tiene, por ejemplo, el realizador audiovisual que busca en su discoteca la banda sonora más dramática para ponerla al fondo de las imágenes del terremoto de Turquía. ¿Wagner? ¿Un piano pianísimo?
Fanny Mikey me contó un día que antes de salir para el último acto de una función en Buenos Aires le dieron la noticia de que su padre acababa de morir. “Ese día realicé mi mejor actuación”, afirmó heroica y profesional. He escuchado tantas veces esta historia, con pequeñas variantes, que estoy seguro de que los actores maldicen a los padres que se mueren a deshora un día cualquiera en vez de esperar el último acto, como el papá de Fanny.
Los que maquillan muertos pueden pensar en asuntos distintos al muerto y al maquillaje mientras realizan su trabajo (yo maquillé el cadáver de un hermano, pero ya no recuerdo qué pensé. Solo recuerdo que el maquillador de la funeraria cobraba un dineral. Entonces mi hermana mayor me pasó su cartuchera de cosméticos y había una orden en el gesto).
Cuando le avisaron que habían asesinado a su hermano, Tomás González corrió hasta la plaza del pueblo y se paró, mudo de dolor, frente al cuerpo ensangrentado. “Sin embargo, allí mismo calculé el tamaño de la canoa que yo podía sacar de ese tronco”, contó años después.
El camarógrafo de El último tango en París debió percatarse de que la humillación de Brando a Maria Schneider era demasiado real, vilmente cruel, pero solo pensó en el encuadre, el close-up del rostro desencajado de la actriz de 19 años.
La flema no es una virtud exclusiva de los profesionales. Los amateurs también gozamos de esa suerte de bipolaridad que nos permite sufrir con las horribles noticias de la televisión sin soltar un platillo suculento.
¿Cómo diablos hizo Piedad Bonnett para cuidar mil detalles técnicos y, al tiempo, llorar el suicidio de su hijo en la prosa irrepetible que inventó para nombrar Lo que no tiene nombre, el libro más intenso de todas las literaturas?
Ray Bradbury, el primero en entender que la mejor ciencia ficción le debía más a la sicología que a los cachivaches espaciales, confesó: “Todas las mañanas salto de la cama y piso una mina. La mina soy yo. Después de la explosión, me paso el resto del día juntando los pedazos”.
También son de Piedad las Tareas domésticas I: “Con qué cuidado y doméstico afán / entre el alba y la ducha / meticulosamente aceitamos los goznes / a los grilletes les damos brillo / nos aseguramos de que aprieten las cadenas / por si acaso/ que no hagan ruido sus eslabones (se molesta al prójimo) / Con qué aire laborioso sonreímos a la mañana urgente y caminamos”.
Todos ejecutamos casi a diario hazañas de supervivencia, actos capaces de conmover a un demonio de piedra. Quizá Rilke pensaba en estos sucesos inéditos y cotidianos cuando escribió: “¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo”.
