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Destino o azar

Julio César Londoño

23 de junio de 2023 - 09:05 p. m.

Tal vez no haya un problema más apasionante que el Destino. Fue una obsesión para los griegos, que adoraban la tragedia, la esfera y los muchachos. Sus dramas giraban en torno a la lucha de los hombres contra el Destino. En estas tierras lo formulamos así: la vida es la lucha del hombre contra el paisa.

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Los escolásticos llevan siglos tratando de explicarnos que, así nuestras elecciones no sean libres porque la voluntad de Dios es inexorable, somos culpables de una vieja infamia de la que nada, ni siquiera el sacrificio de Jesús, un profeta disidente que anunció el fin de los tiempos, pudo redimirnos.

San Agustín, la más aguda inteligencia de la cristiandad, resolvió la contradicción entre el libre albedrío y el rígido Destino trazado por Dios postulando una “presciencia divina”, un bucle lógico que debió asombrar a la mismísima divinidad: Dios no determina nada, somos libres de obrar de manera recta o pecaminosa, pero Él lo ha previsto todo desde el principio de los tiempos.

Si tenemos una mala racha podemos culpar al Gobierno, pero si la racha se prolonga decimos que estamos “salados”, o que pagamos un karma, o nos rendimos ante la evidencia: Dios existe y nos tiene entre ceja y ceja.

Si al ciudadano Z lo deja el avión por culpa de un trancón y el armatoste se cae, todos decimos que “el señor Z se salvó”, lo que equivale a decir que estaba escrito que el avión se iba a caer. Y cómo dudar de esa fatalidad si en efecto el aparato se cayó (pretérito perfecto) y el pasado es irrevocable y fatal… aunque la verdad es que el pasado es casi tan desconocido como el futuro. Es probable que la historia sea una sola, pero las versiones, las historiografías, son muchas y pueden ser muy divergentes.

El señor Z vivirá agradecido con los dioses del aire y los demonios de los trancones, claro, pero las aseguradoras buscarán al culpable del siniestro en la tierra, no en los cielos, y los ingenieros aeronáuticos seguirán pensando que la fatiga de los metales, la mariposa del caos y las distracciones de los pilotos pertenecen al nebuloso campo de las probabilidades, no a un guion sagrado y fatal.

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Nota. Pertenezco a la secta de “la incertidumbre de los últimos días”. No simpatizamos con el Destino ni con san Agustín, el satánico inventor del Limbo. Aceptamos que al principio fue el caos (luego la cosa empeoró), pero no aspiro a zanjar la cuestión en una columna.

“Está escrito que no la resolverá nunca”, dirán los fatalistas.

Reconozco que cierto tipo de determinismo, una forma decimonónica y racional del fatalismo, sería útil. Podríamos tener ciencias naturales capaces de anticipar las coordenadas de los terremotos, por ejemplo, y ciencias sociales exactas para formular con buen pulso las políticas públicas. En un mundo determinista podrían calcularse muy bien los proyectos de las naciones y los negocios de los particulares.

Para la ética, en cambio, un determinismo absoluto sería fatal. Si todo está predeterminado, nadie es culpable de nada. No somos responsables de nuestros crímenes ni acreedores de nuestros méritos.

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Posdata. Para la literatura, el Destino siempre ha sido un espléndido filón.

“Un joven jardinero persa le dice a su príncipe: ¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana y me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.

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El bondadoso príncipe le presta sus caballos para que huya. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta: ¿Por qué le hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

No fue un gesto de amenaza, le responde la Muerte, sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán”.

El gesto de la muerte, Jean Cocteau.

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