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Al taller de Miguel Ángel, que le daba los primeros martillazos a un bloque de mármol rosado, llegaron unos amigos y le preguntaron qué hacía. Estoy liberando un ángel, respondió. Él pensaba que un bloque encerraba todas las formas posibles y que su trabajo consistía en quitar lo que sobraba.
Los fotógrafos también tachan. Cuando encuadran sus tomas, eliminan todo y salvan solo un rectángulo del mundo. Los buenos poetas, se sabe, le deben más al borrador que al grafito.
A veces el tachón es una prueba de fuego. Los cronistas aconsejan suprimir el mejor párrafo de sus relatos. Si el texto se cae, significa que la crónica no es sólida. La prueba es válida para cualquier texto (relato, ensayo o poema). Quítele la cereza al pastel y pregúntese si el pastel sigue siendo apetecible.
La gran tijera de la literatura es Juan Rulfo. Pedro Páramo era una novela ripiosa hasta el día que él tachó centenares de páginas con una sevicia genial y solo quedaron esas nieblas de la Sierra de Jalisco, esas hilachas de Comala que los lectores no se cansan de admirar. Se aficionó tanto a la tijera que tachó toda La Cordillera, su segunda y última novela. No quedó ni una colina. Podría jurar que Rulfo quemó el manuscrito. Si no, ya la viuda y el Fondo de Cultura Económica lo habrían publicado.
Es en homenaje al mejicano que mi nuevo libro se llama El arte de tachar (El Bando Creativo, Cali). Contiene ensayos teológicos porque Dios es omnipresente o al menos inevitable, una potencia que a nadie deja indiferente. Todos nos definimos teológicamente, somos creyentes o ateos. Nos rendimos ante Él y le ofrendamos nuestras plegarias o nos revelamos y le escupimos nuestras blasfemias.
Hay ensayos de literatura porque esa es mi profesión. Ya no soy narrador, ese es mi pecado. Extraño al cuentista que fui como se extrañan los días en que fuimos fabuladores y casi felices. Hay ejercicios de poética, la teoría literaria que urden los autores consagrados, una materia tan apasionante como cualquier otro género. Quizá más.
Hay ensayos sobre ciencia porque un día quise ser científico. Para consolarme, amo la divulgación. Cuando quiero sentirme socialmente necesario, pienso que escribo para traducirle a la gente los criptogramas de los sabios, para abrirle al público las ventanas de «esos palacios de precisos cristales». En realidad escribo para ordenar mis ideas, para entender siquiera la línea gruesa de las teorías de las ciencias duras. Si de paso estos ejercicios le sirven a un tercero, magnífico. Él y yo meteremos los ojos por esas ventanas.
Caigo en cuenta ahora de que me interesan mucho la teoría literaria y la divulgación. El comentario más que la cosa en sí.
En los últimos años (este libro es una selección de los ensayos escritos entre el 2015 y 2025) mi escritura deriva hacia una materia que siempre me atrajo pero que nunca abordé seriamente, la filosofía. Sobre el tiempo, por ejemplo –la más arisca sustancia del mundo–, pensé durante varios años y solo ahora me atreví a «ensayarlo».
Todos filosofamos. Es inevitable. El hombre es un animal enfermo y sabe que morirá, por eso filosofa, dijo Nietzsche, ese enfermo divino. Con frecuencia hacemos filosofía aplicada o sapiencial, raras veces hacemos filosofía pura. En este libro me atreví con ambas. Echo mano de la filosofía aplicada para tener la panorámica de una época o para buscar los puentes que conectan las diversas disciplinas, para que los árboles me dejen ver el bosque, y casi nunca me ocupo de la filosofía en sí (la ontología y esas honduras me producen vértigo).
Dediqué un capítulo al chisme porque amo el periodismo, que es la sistematización del chisme. Aquí están La mamá de Borges, una entrevista secreta a Fernando Vallejo, un triángulo pasional (Mutis, Buñuel y Elena Poniatowska), el odio de Borges a Lugones y la solución de un famoso problema: ¿Elena Garro era genio, loca o traidora?
No es necesario encarecer la importancia del ensayo. Entre los géneros literarios, solo la poesía puede ser más esencial, para decir de una vez palabras fatales. Lo utilizan los columnistas, los reporteros, los historiadores, los filósofos, los críticos, los científicos. Echamos mano de él cuando agotamos los recursos del relato y del poema. Pero quiero pensar que no fue solo su utilidad lo que me sedujo; que igual le habría dedicado mi vida entera al ensayo, esa «longitud de onda» que les confiere a las palabras el filo que nos permite pensar con agudeza por escrito.
