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El fuego y los libros

Julio César Londoño
30 de octubre de 2010 - 03:31 a. m.

LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA SUfrió dos golpes de fuego. El primero vino de Occidente: las legiones romanas se enfrentaron a los guerreros de Cleopatra en las calles de Alejandría.

En maniobra distractora, los romanos incendiaron sus propias naves, pero el fuego se extendió a la Biblioteca, que estaba cerca del muelle. Ardieron centenares de miles de volúmenes y objetos de arte. En medio de la conflagración —cuenta Bernard Shaw en su César y Cleopatra— Teodoto, tutor de Ptolomeo Dionisio, el pequeño Faraón, corrió a avisarle al Emperador de Roma: “¡César —le dijo—, está ardiendo la memoria de la humanidad!”. Viejo y desencantado, harto de glorias y traiciones, Julio César lo miró desde la cima de sus 54 años: “Déjala que arda, es una memoria de infamias”.

Para consolar a Cleopatra, Marco Antonio le regaló la Biblioteca de Pérgamo (cuyos libros estaban escritos por vez primera en pergamino) y Augusto la indemnizó con 200 mil volúmenes de la Biblioteca del Capitolio.

El segundo golpe vino de Oriente. En el siglo VII los ejércitos del Islam entraron a saco en Alejandría. Omar entró a la Biblioteca, recorrió los pasillos que separaban los atiborrados estantes, vio con ojos de animal los rollos y los códices, y ordenó prender fuego al edificio. Era el Califa y uno de los hombres más poderosos del mundo pero no sabía leer. Sus oficiales protestaron la orden (a la fecha, la civilización musulmana era la más adelantada del mundo). Omar los desarmó con un dilema brillante: “Si estos libros difieren del Corán, son falsos; si coinciden, son superfluos”.

Víctor Hugo trazó el perfil de Omar en un párrafo famoso de su Shakespeare.

“En el siglo VII un hombre montado en un camello y acurrucado entre dos sacos, uno de higos y otro de trigo, entró en Alejandría. Estos dos sacos, y por añadidura un plato de madera, constituían todas sus riquezas. Este hombre sólo se sentaba en el suelo, y no se alimentaba más que de pan y de agua. Había conquistado la mitad del Asia y del África. Había asaltado o quemado treinta y seis mil ciudades, aldeas, fortalezas y castillos. Había destruido cuatro mil templos paganos o cristianos. Había edificado mil cuatrocientas mezquitas. Había vencido a Izdeger, Rey de Persia, y a Heraclio, emperador de Oriente. Este hombre se llamaba Omar y quemó la Biblioteca de Alejandría”. Y no dice más. El verboso Hugo despacha la tragedia en pocas líneas. Se parece al verboso Cervantes, que nos da la noticia de la muerte del Quijote en dos frases. Tal vez así es como deben tratarse los asuntos dolorosos. Rápido.

¿Qué perdimos en el incendio de la Biblioteca de Alejandría? Los historiadores de la ciencia estiman que el hecho atrasó en varios siglos el desarrollo del conocimiento. Personalmente, creo que ya nos pusimos al día. Lo único que nos sobra hoy es ciencia. Los niveles alcanzados por la física, la biología y la tecnología digital son pasmosos, pero las humanidades aún no se reponen de la catástrofe. Quizá se perdió allí una fórmula política magistral, el gobierno perfecto que hemos buscado en vano en la tribu, el burgo, el feudo, la comuna y la metrópoli; en los libros de Platón y de Marx, en la erección de un muro o en su destrucción, en las tesis neoliberales o en la terca mansedumbre de las religiones. Quizá perdimos una clave de la biología que nos hubiera permitido una relación armónica con la naturaleza; o una cifra filosófica, un método que nos librara del laberinto; o el volumen que cifraba la ética de la especie, el secreto para mantener una actitud noble ante el otro… o un verso, la línea capaz de dibujar una sonrisa en los labios de Dios.

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