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El hombre de Ulm

Julio César Londoño

22 de octubre de 2010 - 09:57 p. m.

ALBERT EINSTEIN NACIÓ EN ULM, Alemania, en el seno de un familia judía de clase media, en 1879.

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Era un niño agresivo y de escasa habilidad verbal. Cuando cumplió cinco años recibió dos regalos que lo marcaron profundamente: una brújula y un violín. La leve aguja fue siempre motivo de asombro y reflexión; el violín, un fiel compañero.

En la casa había una gran biblioteca: griegos, latinos, alemanes y la Tora, por supuesto. Creyó en el dios de Spinoza (una suerte de panteísmo) pero no fue un ateo simplista. Siempre observó frente a Dios —o su idea— sensibilidad y destrezas de poeta. “Dios no juega a los dados con el universo”, dijo una vez para significar que el universo guardaba un orden lógico, es decir, que el azar presente en la Creación era computable en cero.

En 1900 obtuvo la licenciatura en física y trabajó durante siete años, en la oficina de patentes de Berna. Einstein lo consideraba “un trabajo interesante, pero trabajo al fin”. Por esta época se casó y tuvo dos hijos pero no le fue dado el amor. Era un eterno viajero, incluso cuando estaba en casa. El hijo menor creció con sentimientos de abandono y terminó sus días en un sanatorio.

A los 31 años llegó a la famosa ecuaciónE = mc2. En estos cinco caracteres puede estar encerrada la clave de la salvación de la humanidad… o su aniquilamiento.

Cuatro años después publicó la Teoría general de la relatividad, un trabajo de 30 páginas que cambió nuestra concepción del universo.

En 1917 su esposa le pidió el divorcio por dos cosas que le molestaban mucho: que Einstein se hubiera ido a vivir a la casa de Elsa Einstein, su prima, y que usara, por descuido, medias de diferente color.

En 1919 Eddington, un relevante astrónomo inglés, escribió el Informe de la teoría de la relatividad, que se vendió por millones. La relatividad alcanzó una enorme difusión y Einstein se convirtió en una figura muy popular. En 1921 le fue concedido el Premio Nobel “por la ley del efecto fotoeléctrico y por el conjunto de sus trabajos en el campo de la física teórica”, decía prudentemente el diploma (la relatividad era una teoría demasiado audaz para la época, y sigue siéndolo).

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Murió el 18 de abril de 1955, víctima de un infarto producido por la perforación de la aorta. Trabajaba en la Universidad de Princeton, New Jersey, en la Teoría del campo unificado, un vano empeño de echar en un solo saco los fenómenos electromagnéticos y los gravitacionales. Le gustaba ir a ver películas de vaqueros con Kurt Gödel*.

Su amigo y biógrafo, Carl Sleg, que lo encontró poco después del ataque y alcanzó a llevarlo con vida al hospital, describió así la escena final de la vida de Einstein: “Lo encontré en su estudio. Estaba sentado en la mecedora que tenía junto a su mesa de trabajo, con la cabeza caída sobre el pecho. Parecía más bajito así. O tal vez era porque se había hecho recortar el cabello en un intento por pasar inadvertido. La lámpara estaba encendida, como siempre. Era una operación mecánica, o ritual, que el profesor ejecutaba cada que entraba en su gabinete sin importar la hora. En el suelo, el libro que estaba leyendo: un viejo ejemplar alemán de los poemas de Heine, y cuyo hallazgo en un puesto de libros usados lo había hecho muy feliz. Sobre la mesa, entre una maraña de libros y papeles, el arco y el violín”.

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* Gödel era el sujeto extraño que había demostrado el ‘Teorema de la incompletitud’, el resultado más asombroso de la lógica y la matemática de todos los tiempos. Estaba casado con una hermosa cabaretera, nunca gozó de buena salud y murió de inanición en 1978. “Parece que tenía miedo de ser envenenado, o Dios sabe qué, y se negaba a comer”, cuenta David Ruelle. “Era un hombre pequeño, amarillento y demacrado, y llevaba tapones de algodón en las orejas”. (Azar y caos, capítulo 23).

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