De la escritura lo sabemos todo. Sabemos cuándo los dibujos se simplificaron en símbolos (una pata era la “paloma” y un cetro, el “faraón”). Luego alguien concibió los silabarios y un fenicio los partió, inventó las letras, representaciones gráficas de los fonemas, brevísimos instrumentos sonoros, y con ellas hizo el alfabeto, ese puñado de signos que es capaz de nombrarlo todo.
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Ayudó mucho que la palabra escrita tuviera un soporte memorioso: la piedra no olvida nada. Todo lo que en ella se imprime, fósil, palabra, cifra o dibujo, queda escrito para siempre. Con el lenguaje oral es distinto. “Las palabras son del aire y van al aire”.
¿Cuándo apareció el lenguaje oral? Lo ignoramos. Lo cierto es que en su misteriosa génesis intervienen cuatro sucesos notables: la invención del huevo, la bipedestación, el fuego y el dedo pulgar.
El huevo es un pequeño milagro. No siempre tuvo la forma actual. Al principio fue una yema dentro de una burbuja de gelatina que flotaba en el agua, su alimento. Por esto las ranas, los reptiles y los peces no podían alejarse mucho de la fuente de agua. Luego, en el Pérmico inferior, el azar o la necesidad empacó el mar y la yema dentro de una cáscara dura, formada por cristales de hidroxiapatito… ¡y fue el huevo, una incubadora portátil que podía ser llevada a tierra firme! Los biólogos lo llaman el “huevo amniótico”, el invento crucial que les permitió a los vertebrados conquistar la tierra y vivir en una burbuja mayor, la atmósfera, y contar con un soporte perfectamente elástico y capaz de propagar el sonido con una fidelidad extraordinaria, el aire.
Hace seis millones de años, una línea de reptiles desarrolló extremidades y se bifurcó en diversas especies. Una de ellas fue el mono cuadrúpedo. Su boca alargada le servía para gruñir y cargar objetos, y el pulgar era un dedo más. Nada especial.
Un día un mono se irguió sobre sus patas traseras. Quizá quería olfatear las estrellas. O lo movió el miedo, la necesidad de ser más alto para vigilar mejor. O quizá fue un cañazo genial: estaba peleando con otro cuadrúpedo y se irguió para parecer más alto y apabullarlo. En cualquier caso, el gesto tuvo un éxito rotundo y dio origen al Homo erectus.
El performance de bipedestación del mono chicanero tuvo dos consecuencias notables: liberó las patas delanteras y la boca dejó de ser pinza de carga.
La boca se acható y fueron menos toscos sus sonidos. Con los milenios y los oficios, el pulgar de las patas delanteras se apartó del plano de los otros dedos y pudo hacer pinza con ellos. Había nacido el pulgar oponible. Ya podíamos asir mejor la lanza, la fruta, un seno o el cuello del enemigo.
Hace 300.000 años fuimos aprendices de brujo y domesticamos el fuego. Fue el primer acto de magia de la especie. Nuestro abuelo carroñero se convirtió en chef de asados y pudo ablandar frutos duros. El enriquecimiento de la dieta aumentó el tamaño del cerebro y este, el tejido más feo y organizado del cuerpo, empezó a controlar el amplio repertorio de gruñidos que emitía la boca y a organizarlos en series verbales complejas.
Es la teoría cerebral del habla: la dieta expandió el cerebro, fuimos más inteligentes e inventamos el lenguaje. Pero pudo ser al revés: que el lenguaje haya inventado al hombre; que la boca empezara a inventar por su cuenta; que el gruñido se suavizó en suspiros, interjecciones, silbos, los primeros sustantivos; que del cielo de la boca nos cayó el lenguaje y al cerebro le correspondió solo una función notarial: organizarlo todo en series lógicas, formular plegarias, injurias y canciones.
A mí me gusta pensar que somos hijos de las palabras, no sus padres.