Todo lo sólido se desvanece en el aire, dijeron dos señores comunistas en 1848. Era una imagen muy plástica para explicar cómo el capitalismo, al cambiar sin pausa los métodos de producción y las relaciones sociales, disuelve estructuras tradicionales que parecían inmutables.
Hoy diríamos «todo lo sagrado se manosea»: las mujeres, los niños, la naturaleza, las instituciones, la democracia, el Banco Ambrosiano e incluso el muerto, esa cosa sagrada que está y no está.
Así le pasó al cuerpo de Miguel Uribe, manoseado por todo el mundo en estos días.
Lo manoseó el presidente cuando dijo que la orden del atentado contra el joven senador vino de la Oficina de Dubai, una especie de casa matriz de las oficinas de Envigado, Sinaloa, Ámsterdam y Nueva York, para luego afirmar que la orden vino en realidad de la Segunda Marquetalia.
Lo manoseó la izquierda en pleno, cuando juntó tres sucesos sincrónicos: el atentado al senador, el lobby en Washington de los senadores de la derecha contra el gobierno colombiano y varias bombas que explotaron en el sur del país, para concluir que el atentado hacía parte de un paquete de operaciones de la siniestra derecha. Es una hipótesis descabellada. No concibo que nadie de la derecha, ni siquiera la pareja Lafaurie-Cabal, dé la orden de asesinar a un promisorio senador.
Lo manoseó la viuda, la serena señora Tarazona, que el lunes rechazó públicamente cualquier manifestación de odio, hizo un llamado al amor y la paz, y el martes les dijo en privado a los funcionarios del Gobierno que no quería verlos el miércoles en el sepelio de su esposo.
Lo manoseó Álvaro Uribe con un trino ilegible contra el expresidente Santos: «No sea hipócrita, que usted le devolvió el narcotráfico y el poder de asesinar a los criminales [¿?]. No llore por Miguel que usted tiene bastante culpa». Luego el ilustre presidiario soltó una primicia extraordinaria: Santos le entregó el país a las FARC. ¿Qué sería de nosotros sin el faro del Ubérrimo?
Santos le contestó con elegancia cachaca: «Señor expresidente, lo invito a dejar atrás el odio. Hoy, más que nunca, el país necesita grandeza y ejemplo de ambos».
Y lo volvió a manosear en la Catedral Primada, cuando un señor igualito a Carlos Felipe Mejía, el más fiero de los perros de presa de Uribe, leyó el discurso que mandó el expresidente para explicar, con una carepalo insuperable, que él, Álvaro Uribe, y Julio César Turbay le habían dado garantías plenas a la oposición; y luego, súbitamente detectivesco, que Petro era el instigador del asesinato de Miguel Uribe (¿será Petro el jefe de la Oficina de Dubai?)
El pasado de Miguel Uribe es muy discreto. Fue más conocido por sus desafortunadas declaraciones sobre tragedias de personas humildes que por sus iniciativas parlamentarias. No las repito aquí porque son muy ruines y demasiado conocidas. Quizá lo más relevante fue su trabajo en el hundimiento de la reforma laboral, pero en esto resultó más brillante y mejor política Angélica Lozano, una furiosa antipetrista que hoy puede decirles a Fecode y a las centrales obreras que fue ella, como presidente de la Comisión Cuarta del Senado, quien resucitó la reforma laboral.
En el presente, Miguel Uribe era un destacado alfil de Álvaro Uribe… pero ya sabemos el trágico destino de sus alfiles, incluso cuando el expresidente gozaba de amplia popularidad y de ese prestigio que en Colombia confiere una larga impunidad, para usar la cínica definición de Darío Echandía.
Nota semántica. Llamarle magnicidio al abominable asesinato de Miguel Uribe resulta hiperbólico. Significa ponerlo a la altura de Rafael Uribe Uribe, Gaitán, Galán y Gómez Hurtado, estatura que obviamente no alcanzó el joven senador. En medio de todo, podemos decir que Miguel tuvo suerte: los favoritos de los dioses mueren jóvenes.