Diógenes el cínico nació en Sinope, ciudad del Imperio otomano, hoy Turquía. Tuvo que exiliarse en Grecia con su padre, un banquero acusado de falsificar moneda. Vivía en una tinaja de barro, de las que se usaban como féretros. Cínico significa canino, epíteto que no le molestaba. “Soy como un perro: le muevo la cola al que me da algo, ladro a los que no me dan nada y muerdo a los malvados”.
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Luego de masturbarse en mitad del ágora, suspiraba: “Ojalá pudiera calmar el hambre frotándome el vientre”.
Un día pisó unos rectángulos que Platón había trazado en el suelo para explicar el teorema de Pitágoras. “Pisoteo el orgullo de Platón”, dijo. “Lo pisoteas con otro orgullo”, replicó Platón.
Cuando le preguntaban por el origen del mundo, decía: “Al principio fue el Caos, luego la cosa empeoró”. A los que lo llamaban loco, les respondía: “Loco Platón, que descubrió que el universo nació de la unión de dos triángulos isósceles”.
Cuando le preguntaron su opinión sobre “el cínico”, Platón resumió: “Diógenes es un Sócrates enloquecido”.
En Samotracia había un santuario famoso por los milagros de sanación. Los ciegos volvían a ver, los sordos a oír y los tullidos salían caminando y dejaban sus ofrendas votivas. Había muchas, sobre todo muletas y bastones. Diógenes admiró el piadoso museo: “¡Qué raro, no hay ojos de vidrio ni piernas de palo!”.
Consideraba inútiles la música, la geometría y la astrología. “Para qué preguntarles nada a los astros si el Destino es ineluctable. Para qué medir la Tierra si toda la Tierra me pertenece. Para qué la música de los músicos si el mar, las estrellas y mi corazón marcan siempre ritmos perfectos”.
Un día un hombre muy rico lo buscó para que le enseñara filosofía a su hijo. “Eso te costará cuatro talentos”, propuso Diógenes. “Con cuatro talentos puedo comprar un esclavo”, dijo el rico. “Cómpralo y tendrás dos”, repuso Diógenes.
Como es sabido, los griegos se tomaban en serio el arte de definir. Cuando le contaron que Platón iniciaba sus clases de esta materia definiendo al hombre como un bípedo sin plumas, Diógenes tomó un gallo, lo desplumó, lo arrojó en mitad del ágora y dijo: “Ahí tienen al hombre de Platón”. Antístenes, otro cínico, corrigió: “La definición de Platón es incompleta. El hombre es un bípedo implume de uñas planas”. Cuando le contaron la anécdota, Aristófanes dijo: “Los cínicos y los hombres graves son ciegos: hasta los cómicos sabemos que nadie puede confundir un gallo con un hombre porque los gallos doblan las rodillas hacia atrás”.
Vivía en el Craneo, un gimnasio a la entrada de Corinto, y gozaba del aprecio de todos. Atenodoro cuenta en el libro cuarto de sus Paseos que Diógenes mantenía el cutis brillante porque se ponía ungüentos.
Murió a los 90 años por la mordedura de un perro cuando trataba de repartir un pulpo entre una jauría. Otros dicen que se comió un pulpo vivo y murió en medio de dolorosos retortijones. Otros aseguran que simplemente contuvo el aliento. Cuando le contaron esta versión, Platón comentó: “No me extraña, su soberbia era magnífica”.
Fue enterrado junto a la puerta que mira hacia el istmo de Corinto. Sobre su tumba alzaron una columna y en lo alto pusieron un perro de mármol de Paros.
P. S. Los aforistas modernos, de La Rochefoucauld para acá, son hijos de Diógenes. Desconfían del hombre, una criatura esquizoide, un ángel caído, animal-dios al que la Tierra le queda estrecha y el cielo alto.
Por pudor, los filósofos ya no acuñan máximas edificantes. Prefieren el aforismo cínico, un elegante codazo a la hipocresía moral. Con su famosa precisión, los franceses los llaman moralistas, no cínicos.
Fuente: Diógenes Laercio, “Vidas de filósofos ilustres”.
