Nuestra primera imagen del tiempo fue circular: la sucesión de los días y las noches; el Sol, que siempre renacía; las aves, que iban y regresaban; las estaciones. De aquí sacaron los filósofos la teoría del eterno retorno, y los sacerdotes la esperanza de la reencarnación. También había un río circular: el ciclo del agua: la lluvia, un río líquido y vertical que preña la tierra, y la evaporación, un río invertido, gaseoso y vertical que inventa nubes, que inventa lluvias, que dibuja nubes… es probable que hoy el grifo nos regale agua del Mississippi.
Hay también un río sólido que atraviesa el Atlántico de Oriente a Occidente: todos los días, los vientos traen a las costas suramericanas varias toneladas de la minuciosa arena del Sahara.
No siempre tuvimos la esperanza de la rueda de la vida y la reencarnación. Un día sentimos que debíamos conjurar la muerte. Las primeras tumbas, abiertas hace apenas 250.000 años, prueban que la muerte ya era algo grave para la tribu, un suceso que causaba un estremecimiento sagrado, y pudo significar la ruptura del círculo, una prueba de que el tiempo era irreversible y lineal, como el río del griego, versificado así por el minotauro de Buenos Aires:
«Cuentan que Ulises, harto de prodigios, lloró de amor al divisar su Ítaca verde y humilde. El arte es esa Ítaca de verde eternidad, no de prodigios. También es como el río interminable que pasa y queda y es cristal de un mismo Heráclito inconstante, que es el mismo y es otro, como el río interminable».
El proverbio 30 vuelve sobre los cuatro elementos, la primera tabla periódica del mundo: «Hay tres cosas que me son maravillosas y una cuarta que nadie entiende bien: el rastro del águila en la nube, el rastro de la nave en el mar, el rastro de la serpiente en la roca y el rastro del hombre en la mujer».
Con pulso divino y también pagano, a la hora de nombrar el fuego, Jehová no acude al rayo ni a la ira ni al Sol sino a su forma más fuerte y misteriosa, el sexo: el rastro del hombre en la mujer.
Los sufíes, la más civilizada corriente del islam, tienen una plegaria que es ruego y gratitud: Agua, fuiste mi primer juguete. Sé, te lo ruego, mi último alimento.
Fue quizá pensando en la plegaria sufí que el minotauro cerró con estos versos su Poema del cuarto elemento:
«Agua, te lo suplico. Por este soñoliento nudo de numerosas palabras que te digo, acuérdate de Borges, tu nadador, tu amigo: no faltes a mis labios en el postrer momento».
El protagonista de La serpiente sin ojos, la novela de William Ospina, es el Amazonas, un animal de limo y siglos. Sus aguas, nutridas de riberas, nutren a su vez otras riberas y arrastran hombres, casas y peces, inventan islas, mueven fronteras… «Ante ese río hecho de ríos, me pregunté cuántos secretos del mundo que yo no podía imaginar se disolvían en una sola cosa, ciega y eterna, que resbalaba sin saber a dónde, llevándonos también en su ceguera a la disolución y el olvido».
Le debemos a Eduardo Carranza la definición más famosa de la ciudad: «Cali es un sueño atravesado por un río».
Elcías Martán Góngora utilizó imágenes del agua para abrir su poema más conocido, “Declaración de amor”: «Las algas marineras y los peces testigos son de que escribí en la arena tu bienamado nombre muchas veces».
Otro poeta de Guapi, Hernando Revelo, descubrió una noche esta historia: «Cuenta la leyenda que en el río Saija los muchachos sacan peces dorados y se los regalan a sus novias. Ellas escriben un secreto bajo las escamas y devuelven los peces a las aguas. Si el pez vuelve a las redes del muchacho, es señal cristalina de que el secreto ya maduró para el amor».
* El agua es el único elemento que es todos los elementos y pasa por todos los estados de la materia: es tierra en la nieve, fuego en el rayo, aire en la nube y agua en el agua.