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El símbolo de la nada

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Julio César Londoño
16 de octubre de 2010 - 02:51 a. m.
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PARA PRESERVAR LAS CUENTAS Y las historias —primeras operaciones de la especie— el hombre inventó el número y la letra, los signos básicos de la comunicación; añádanse el gesto y la palabra, que sin duda los precedieron, y tenemos ya la cuaterna semiótica necesaria para la conversación, los anales, el comercio y el amor.

El número fue al principio un conjunto de referencia coordinable con otro conjunto: el de las cosas a contar: el pastor nómada guardaría en su bolsa tantas piedritas como ovejas tenía en su redil, o trazaría en el suelo muchas rayas (exagerando un poco, seguramente) para explicar a sus hijos cuántas águilas había derribado en su vida, o doblaría el pulgar para indicar a la tribu que había descubierto un rico coto de caza a cuatro días de camino.

Pero un día los hombres se cansaron de trazar rayas y cargar piedritas —la pereza es la musa de la sabiduría— e inventaron símbolos para abreviar la ‘escritura’ numérica. El hecho sucedió en la primera mitad del segundo milenio antes de Cristo en Egipto, Mesopotamia, India y China. (Los documentos numéricos más antiguos que se conocen son el papiro egipcio Rhind del siglo XVIII, unas tablillas de arcilla mesopotámicas del XVII y un calendario astronómico chino del XVI a.C.).

Superando el engorroso sistema de numeración aditivo de los egipcios (similar al que mucho después usaron los romanos), los mesopotámicos inventaron el sistema de numeración posicional de base 60 (del que se derivó el de base 10: unidades, decenas, centenas, etc.). Como aún no se inventaba el cero, su casilla permanecía vacía. El número 108, demos por caso, se escribía 1_8. Por esto los hindúes lo llamaron sunya, vacío, e inventaron los caracteres “arábigos” 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8 y 9, que son hoy el único lenguaje internacional que de verdad funciona. Los árabes copiaron de los hindúes la forma de estos caracteres, el islam los introdujo en Europa y algún historiador despistado los bautizó para siempre “cifras arábigas”.

Mucho tiempo después, hacia el siglo IV a.C., los mesopotámicos cubrieron este largo vacío con un uno inclinado: el primer cero. En este momento el número se desliga por vez primera de las cosas, se hace abstracto.

Hay una carta india escrita en una lámina de cobre, fechada en el 681 d.C. y firmada por el rey Dovendravarman, donde el cero se representa con un punto grande y rojo. El círculo se usará por primera vez para simbolizar el cero en Grecia en el siglo X. La difundida versión de que Ptolomeo, siglo II d.C., escribía el cero con la letra ómicron, que es la inicial de ouden (nada), es falsa. En los días del astrónomo griego el símbolo 0 significaba 70.

Les llevó pues a los hombres de Mesopotamia —inventores de la rueda, adelantados de la escritura y creadores del primer código de la humanidad, el de Hammurabi— más de un milenio la búsqueda del cero. El paso del uno al cero ha sido el más lento y difícil de la historia de la matemática. Hay números más conocidos y estudiados —pi, e, i, c, h— y deben tal celebridad a sus frecuentes apariciones en fenómenos y geometrías naturales. Pero fue sin duda con el cero que la matemática amplió su campo numérico (fue el puente que permitió el paso a la orilla negativa de los números reales) y el pensamiento matemático alcanzó hondura filosófica. Hasta entonces los matemáticos, atareados con números de estrellas o de pesos y medidas, e incluso con ecuaciones —que estaban siempre referidas a problemas prácticos—, no habían tenido oportunidad de reflexionar sobre la materia misma de su oficio, el número.

La matemática tuvo conciencia de sí —existencia ontológica— y dejó de ser una sombra de las cosas, el día que un oscuro calculista de Mesopotamia inventó el cero.

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