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El último romántico

Julio César Londoño

11 de noviembre de 2011 - 06:00 p. m.

El país celebró sobriamente la muerte de Alfonso Cano.

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El presidente desempolvó su cachucha militar, pero no echó discursos triunfalistas; la derecha no quemó cohetes; Uribe parecía contrariado y el ministro de Defensa no salió a exhibir manos ni orejas del muerto, no señor. Algo hemos avanzado en los últimos quince meses. Nadie fue tan carepalo como para repetir, después de 60 años de sangre, que ahora sí estábamos a pepo y cuarta del fin del requetefín. En política, como en literatura, las metáforas se gastan, pierden lustre y poder, y hay que inventar otras nuevas: “huevitos”, “locomotoras”… en fin, cualesquier figuras, pero nuevas.

Si no hubo fiesta en la orilla del establecimiento, tampoco hubo lágrimas en la orilla del pueblo. Es injusto, Cano se las merecía. Que un muchacho blanco lo deje todo para irse al monte y se envejezca y muera luchando contra esas joyas que han gobernado el país, ameritaba por lo menos un puchero. El pueblo es ingrato, Alfonso. Algunos dicen que no lo lloran porque usted y las Farc extraviaron el rumbo, que ya no tenían ideología, que la perica y la leishmaniasis les ruñeron el cerebro, que el secuestro y la combinación de todas las formas de lucha les descombinaron la imagen.

Yo no creo.

Los bancos no tienen ideología y les va muy bien. ¿Hay algo más respetable que un banquero? El Estado los apoya y todos guardamos compostura en esos templos del oro y tributamos en sus arcas y hasta les damos una mano cuando lo precisan. Pobres. Se la damos refunfuñando, pero lo hacemos. Las empresas de salud y las universidades privadas tampoco tienen ideólogos, apenas contadores, y nadie les reclama nada a pesar de que debieran tener más corazón que la guerrilla. Se supone.

Es que las Farc se narcotizaron, dice la gente. Yo creo que no se narcotizaron lo suficiente. Si lo hubieran hecho bien, si hubieran cuajado un buen cartel, habrían elegido presidentes y serían socios de los paramilitares, y por ende de los generales y los parapolíticos y hoy tendrían una bancada respetable, como cualquier motosierrista que se respete.

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A las Farc las mató la “combinación de todas las formas de lucha”, dicen los analistas. Esto sí es verdad. Cuando las Farc quisieron participar en política, Virgilio Barco combinó las formas de lucha y zuáquete, la mano negra exterminó a la UP. Allí cayeron sus mejores hombres, los que pensaban. Luego los gobiernos han querido negociar con los sobrevivientes de las Farc, es decir, con los pistoleros, pero el ruido no ha dejado. Fue una pésima idea dispararles a los conversadores y tratar de conversar luego con los pistoleros. Definitivamente, Barco fue más pistolero que estratega.

Yo tampoco lloré su muerte, Alfonso. También a mí me decepcionó usted. Alcancé a abrigar alguna esperanza cuando fue elegido como el número uno de las Farc, pero ya era tarde para usted; y para el país. Ya había pasado el precioso cuarto de hora del Caguán. Ya los pistoleros se habían apoderado de las Farc… ¡y del mismísimo Palacio de Nariño! Con todo, le confieso que no fui indiferente a su muerte, como me ha pasado con las muertes de ciertos notables. Creo que usted no fue peor que los prohombres de este país. La historia lo condenará, sin duda, pero no lo meterá en el mismo saco de los banqueros y los senadores, téngalo por seguro. Usted no fue tan malo y trabajó más que todos ellos juntos. Trabajó duro y murió equivocado, pero tenía algo que ellos no tienen: ideales. No de otra manera se explica que un muchacho blanco se vaya al monte y luche y envejezca y muera allá.

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Paz en su tumba, Alfonso Cano.

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