Mirá, Pablo, cómo me pagan los colombianos, estos muertos de hambre a los que consagré mi vida. Culpable, dicen dos señoras comunistas, y el pueblo lanza cohetes. Qué injusticia. Qué dolor. ¡Qué abogados tan chimbos y tan caros!
Cae la tarde y el viejo caudillo habla con sus fantasmas, Pablo, Fabio, los Ochoa, su padre. Contempla sus tierras, las ubérrimas tierras abonadas con carne de cristiano, dicen... un escalofrío recorre su cuerpo. Ánimas benditas, dice en voz baja y se persigna porque es un hombre piadoso.
Ha envejecido de manera prematura. La soriasis le roe el cutis. Pueden ser las agrieras del poder, o esas maldiciones indias que agrietan la piel y producen eczemas y escarlatina, o las rabietas ocasionadas por las traiciones, sobre todo la de ese cachaco miserable, su ministro de defensa, un tahúr de la capital.
Recuerda sus días de gloria, cuando era omnipotente y sus gritos retumbaban hasta en el último recoveco de la selva, en los tugurios de cartón y en las mansiones de piedra importada. Un gesto suyo, y llegaba a la presidencia un pelele o un tahúr. Aún vive y ya es leyenda, un mito viviente… pero, para qué tanto trabajo por Dios. Para que venga cualquier cagatintas y haga gárgaras con mi reputación.
Me achacan una vastísima contrarreforma agraria, diez millones de hectáreas de cercas corridas a punta de masacres y notarios, ¡medio Valle del Cauca! Y seis mil muertos, Pablo, seis mil, un gentizal. Es verdad que pedimos «litros de sangre», pero era una metáfora, hombre. Es que los coroneles son gente simple, literal. Además, hay órdenes que uno puede dar pero que nadie debe cumplir. Uno puede decir vayan y acaben hasta con el nido de la perra, pero un general sensato no hace tanto reguero. Qué chambonada.
Ahora la chusma hace fiestas porque perdí esta batallita. En el fondo saben que les gané la guerra, que me llevé el cáliz y solo pagué las hostias. Estúpidos. Aquí entre nos, Pablo, la saqué barata, el prontuario daba para roja directa pero apenas me sacaron amarilla.
Sin embargo, siguen inventando injurias. Nadie recuerda que los libré del cáncer de la subversión, que la economía creció como espuma porque expedí miles de títulos mineros sin trabas ambientales, traje inversión extranjera y desregulé el mercado de los medicamentos para colaborar con las multinacionales farmacéuticas, creé el mejor sistema de salud del mundo y flexibilicé la legislación laboral para fortalecer la industria. Pero todo se está derrumbando por obra y gracia de los caprichos de un guerrillero vicioso y por los cálculos de un Senado electorero que terminó bailando al son de la Internacional. Así es la puta humanidad, Fabio.
¿Será verdad que me rodeé mal? Qué va. Noguera se cayó por el homicidio de un simple profesor, Arias por un bizcochito, Sabas y Palacios por un cohecho de una sola pata, Santoyo por una «merca» poquita. Pendejadas, como la mía, el cacareado fraude procesal. ¡Qué significan estas bobadas comparadas con mi obra, con todo lo que hice en pro de los intereses superiores de la nación! Ingratos. Fariseos.
Es verdad que al Congreso se lo tomaron los paramilitares, pero qué querían. Estamos en una democracia representativa, ¿no?
Es que todo lo malo soy yo. El paramilitarismo, por ejemplo. Dizque el Patrón… «la Casa de Nari». ¡Ja! ¿Y dónde me dejan los cien generales y los mil industriales y los mil ganaderos y los cincuenta obispos y los veinte cacaos y los cinco presidentes que amamantaron al monstruo? Yo solo hice mi parte.
Tampoco ordené que chuzaran a nadie, ni a los magistrados ni a los periodistas ni a la negra esa. Tal vez los asesores leyeron mis pensamientos… Qué culpa tiene uno si sus ministros y sus generales resultan solícitos telépatas.
Es que un presidente no puede ni pensar. Usted mira mal a un testigo y pum, la Policía lo mata o la indiecita del DAS lo chuza y después todo el mundo dice que uno es el autor intelectual.
Pero yo sí creo que esa «inteligencia» era necesaria para salvaguardar la patria. Cómo así que Petro, Chávez, Teodora, Santos, Obama, el Papa y toda esa recua de terroristas anduviera conspirando y uno ahí, juicioso, legalista, pegado al inciso, noooo, la Constitución es para enmendarla y las leyes para la masa. Los héroes no podemos regirnos por articulitos. Nosotros hacemos las leyes. Nosotros somos la ley.
Pero juro que no ordené nada. Seguro mi secretario le dijo a la indiecita, mirá vos, chuzá a este y a este, te vamos a dar unos contratos, y ella fue rauda y chuzó a un poco de gente y apenas le dieron dos contratos chiquitos. Se le torcieron, como a Yidis. Mal hecho. Las vueltas malas hay que hacerlas bien, como decía tu mamá, Pablo.
Sí, fue el secretario privado el que me leyó el pensamiento y obró por su cuenta, como tantos, como Arias, Santoyo, Jerónimo, Tomás, Noguera, Luis Carlos Restrepo y mis alfiles y los setenta senadores de la parapolítica y otras decenas de casos aislados de culiprontos que no sirven sino para embarrarla y darle argumentos al terrorismo. Traidores todos. Hasta la Interpol se me torció. Hasta Obama, que andaba en tratos con el castro-chavismo. Negro es negro, Pablo.
Cae la noche y el viejo caudillo suspira.
La historia me absolverá. O el Tribunal Superior de Bogotá. El que llegue primero.