Colombia no es un país manso. Solo en los últimos 60 años hemos tenido la revolución guerrillera, odiada al principio por comunista y detestada luego porque traicionó sus ideales comunistas y empezó a robar y a matar como si fuera gobierno. La revolución narca, que alborotó los instintos más bajos del espíritu nacional: el guerrillero, el político, la reina, el futbolista y el banquero sucumbieron al irresistible encanto del «mágico».
La revolución paraca, seudópodo hiperkinético de la revolución narca, fue un movimiento mercenario contratado por el Estado y el establecimiento para aumentar la cobertura de la seguridad y realizar trabajillos sucios, pero resultó demasiado hacendosa: atacó a los excomunistas, es verdad, pero hizo una vasta contrarreforma agraria, pintó de rojo los campos y los ríos, refundó la patria, se trasteó a la Casa de Nariño… ¡y allí se quedó! Es la revolución más exitosa de la historia de Colombia, a tal punto que hoy la gente bien conserva sus costumbres, camionetas y pistolas, e incluso sus estrechos vínculos con la Policía.
Casi olvido la madre de todas las revoluciones, la de los contratistas. Torva, silenciosa, omnipotente o, para resumirla con palabras de un experto del ramo, «todas las grandes fortunas tienen su origen en la contratación pública» (Alfonso López Michelsen).
Estas revoluciones atomizaron el poder que estuvo concentrado por decenios en un puñado de distinguidas familias. Así vistas las cosas, la Colombia del siglo XXI es mucho más democrática que la del siglo XX, y definitivamente menos peor.
Y llegamos al estallido del 28A, el suceso que nos puso en una situación menos idiota que la del pandémico y medroso periodo anterior al 28 de abril, cuando el COVID-19 era el único enemigo y el suceso del día era el telediario de la Presidencia de la República.
Después de siglos de ser masa, empezamos a ser un pueblo. En estos 46 días descubrimos que somos una nación solidaria y muy fuerte, capaz de enfrentar a un Gobierno brutal con palos, piedras, canciones y terabytes de imaginación, y desnudarlo ante el mundo.
Además de torturar, violar, asesinar y desaparecer personas, ¿qué hace el Gobierno? Poca cosa. Reparte chanfainas y billones. Remplaza funcionarios ornamentales con funcionarios mediocres o plagiarios. Convoca a expresidentes que ayer vociferaban y hoy recogen las monedas que les arrojan desde Palacio y mañana volverán a vociferar. Cambia de color el uniforme de la Policía. Afirma que le debemos a Santos la mitad de los problemas del país y a Petro la otra mitad. O al teorema del caos. Estigmatiza los acuerdos de los alcaldes y los gobernadores con los manifestantes, e incluso los que logran los equipos negociadores del Gobierno. Aumenta el pie de fuerza. Se apoya en futuras nulidades, como Char, Barguil y MermeLara; en charlatanes que «hablan lenguas» y en bastones tan reumáticos como Pastrana, Gaviria y Vargas, el que se cree Lleras y reclama a gritos una conmoción interior, como si no estuviéramos ya conmocionados hasta el culo.
¿Qué debemos hacer ahora? Lo mismo pero sin bloqueos, me dice una joven médica de primera línea. Hay que seguir resistiendo con poemas, bailes y canciones, con ensayos y debates, organización política, trabajo en redes y fiesta en la olla comunitaria. Hay que resistir por los derechos de los 20 millones de colombianos que tienen bloqueado hasta el aire. Hay que resistir en homenaje a los jóvenes y viejos que siguen en las calles, a los líderes sociales asesinados, a los padres que enterraron a sus hijos en estos 45 días y 45 noches de pesadilla, a los padres cuyos hijos están desaparecidos. A esas madres que los bendicen hoy al salir de casa sin saber si volverán a verlos.
No hablemos de triunfos ni de revoluciones. ¡Resistir es todo!