Francisco de Roux es flaco, bajito, jesuita, economista, filósofo y rico. Podría estar releyendo los clásicos en sus lenguas o tocando a Bach en el piano para halagar a Dios y mantener a raya la artrosis, la terapia de Ratzinger, pero decidió trabajar por la paz en “las regiones”, como llaman en Bogotá todo lo que esté a más de dos horas de la 93.
Uno puede engañarse con su aparente fragilidad. En realidad es un guerrero divino, un demente capaz de meterse en medio de las balas de un combate entre paras y guerrilleros y lograr un armisticio.
De Roux preside la Comisión de la Verdad, cuya tarea es vital y quizá imposible: escuchar a miles de víctimas, contrastar versiones y chequear datos, y establecer un relato asintótico a la verdad.
Entresaco apartes de una entrevista que le hizo El País de España en mayo.
“Colombia es un cuerpo que tiene el rostro destrozado en Machuca, el corazón roto en el Chocó, las piernas quemadas en El Salado, los brazos arrancados en el Magdalena Medio, el estómago y el hígado reventados en Nariño, la vagina destrozada en Tierralta, el espíritu devastado en los indígenas del Vaupés y el alma desolada en los indígenas embera. Un país tan bello, un país de tamboras, de vallenatos, de cumbias, ha sido penetrado por el miedo, por el dolor, por la incertidumbre”.
“El perdón no se pide, se entrega. Implica entregar antes que recibir. El perdón hace parte de la tradición cristiana, pero exige la verdad, un elemento esencial del ritual católico, la confesión”.
Cuando le preguntan por los momentos más duros de las entrevistas de la Comisión, la voz del sacerdote se nubla.
“A Alma Rosa Jaramillo, que trabajó conmigo en el Magdalena Medio, los paramilitares le serrucharon las manos y las piernas estando aún viva. Una comandante guerrillera de las Farc les contó a las madres cómo habían secuestrado a sus niños y cómo los mataban cuando incumplían las reglas de la guerrilla.
Lo más duro me lo contó un niño que estuvo en un campamento paramilitar con otros menores. Un día un niño escapó, pero fue recapturado y los paras le cortaron la cabeza delante de todos y obligaron a los niños a pasarse la cabeza de mano en mano”. Dos niñas se desmayaron. Cuando volvieron en sí, el comandante ordenó que las desnudaran. Luego las embadurnaron con los coágulos de sangre de la cabeza cercenada. “Luego sirvieron la comida”.
P. S. En su columna del domingo pasado en El Tiempo, María Isabel Rueda comentó la salida del “mayor Ospina”, que renunció a la Comisión de la Verdad por su inconformidad con las conclusiones del informe de la Comisión. Como Ospina no daba para mucho, Rueda tuvo que rebuscárselas. Qué es la verdad, se pregunta. Veritas, veritatis, susurra en sucinto latín y cita las definiciones de “verdad” de Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel… erudición exprés vía Google una hora antes del cierre, y todo para decir que la Comisión de la Verdad es un antro de las Farc y que el padre Francisco de Roux es “un santo de izquierdas” (en su filosófico cerebro, “izquierda” debe ser un adjetivo descalificativo. Satánico). ¡Cuánto aparato retórico para semejante ruindad!
Un razonamiento tan primitivo sería comprensible en Macías, la señora Cabal o Carlos Felipe Mejía, el mastín de Uribe; pero que una periodista de la talla de María Isabel Rueda les aseste a sus lectores un “análisis” tan baboso desde la columna central de la edición dominical de El Tiempo es la tapa. Para notas editoriales tan profundas, el periódico puede contratar a Marbelle y se ahorra unos pesos.
Padre De Roux, le tengo otra mala noticia: el nivel del debate político es casi tan pérfido como las atrocidades que usted escucha de labios de las víctimas y de los carniceros de la guerra.