El execrable atentado contra el senador Miguel Uribe indignó a la opinión pública, que está exorcizando este dolor con plegarias y con actos patrióticos. Pero la clase política reaccionó con una propuesta que parece salida de la junta de inquilinos de un edificio: hablemos pasito, dicen todos, bajémosle el volumen a los mensajes de odio. Es una propuesta que clasifica para el tercer renglón de un paquete de medidas tácticas, pero que no pinta nada en el campo estratégico de la alta política.
Uno esperaría que, como estamos al borde del abismo luego de varias décadas de paz y justicia social, hubiera propuestas serias, de fondo. Ejemplos: exiliemos a Petro y a Uribe; quitemos las gabelas utópicas y las mezquindades gremiales y partidistas de las reformas y aprobemos el resto; revoquemos el Congreso y tumbemos al presidente; movamos el eje del planeta político. Algo.
Es verdad que la derecha lanza mensajes muy odiosos contra los odiosos mensajes del presidente, pero agradezcamos que por fin se resolvió un atentado y la derecha descubrió en minutos que el culpable era el presidente.
Ahora, alarmados todos por los decibeles de los discursos, diestros y zurdos coinciden en que la bestia de la polarización es la culpable de todo. Absurdo. Hace dos siglos que el mundo político es bipolar, y hay cosas peores, el pensamiento único, por ejemplo. Creer que la polarización es un pecado es pensar que los pisapasito son genios y que los Sergios son la solución; que basta con mantenerlos alejados de los cetáceos y de los Rodolfos para que sus matemáticos cerebros resuelvan en par patadas la ecuación nacional.
La masa solo escucha a los líderes que hablan duro. Si Gaitán y Petro hubieran dicho que unos pocos oligarcas y empresarios son avaros algunas veces, la turba los habría matado a piedra. Si Petro sale a llamar migrantes internos a los desplazados, no le copia ni Benedetti. Y dice bobadas, claro, porque es incontinente y veintejuliero, y porque no puede llamar filántropos a los empresarios ni estadistas a los senadores ni limpieza social a los genocidios. El presidente es delirante, no cínico.
Lo mismo pasa en la derecha: los polluelos y las polluelas compiten para ver quién habla más duro que el jefe, el descubridor de los seis mil muchachos no estaban cogiendo café, y los polluelos ovacionaron a Mancuso en el Capitolio, dijeron que Dilan Cruz interceptó una bala con la cabeza, que los niños de la guerrilla son máquinas de guerra y que la consigna del No para el plebiscito de 2016 fue simple: emberracar al pueblo. Proponen levantar un muro en el Cauca para separar los indios de los mestizos, condenan a Gabo y a Mujica al último círculo del Infierno, pero se les abona que no se limitan a la prosa lírica: firmaron una repartija en Benidorm y la prorrogaron con un miti-mi exprés, refundaron la patria, infiltraron a los narcos y a los paracos y los convirtieron en sus lavaperros, hicieron una contrarreforma agraria que movió las cercas de diez millones de hectáreas y dejó ocho millones de víctimas, extirparon con sicarios un partido político enterito e inmolaron a Álvaro Gómez Hurtado. Juraron hacer trizas la paz y las reformas, ¡y lo cumplieron, carajo!
En vez de sus conmovedores llamados a utilizar solo el lenguaje del amor, los líderes deberían dedicarse a remediar la obscena concentración de la riqueza y moldear un proyecto nacional, un norte tan magnético que nos ponga a todos a empujar en la misma dirección... La enorme talanquera son las vilezas partidistas. Incluso el proceso de paz, ese viejo anhelo, fue sepultado por la ruindad de una oscura facción. Si le encontraron mil reparos a la paz del príncipe Juan Manuel, cómo esperar que aprueben las reformas de un exguerrillero.
* No cito aquí los postulados de la guerrilla porque están muertas políticamente. Solo recordaré el fariseo «análisis» de la derecha: odió a la guerrilla de los años setenta porque era comunista, y a partir de los ochenta siguió odiándola porque abandonó sus ideales comunistas.