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Las palabras tienen varios significados porque las lenguas son obra de los pueblos, no de un comité de asuntos unívocos. Algunas palabras salen de los gremios, sí, pero son finalmente el uso popular y una entidad fantástica, el oído de las generaciones, los que fijan los significados. Nimio, por ejemplo, viene de nimius, demasiado, y el pueblo, que no sabe latín, la sintió corta, mínima, empezó a usarla en este sentido y la Academia Española aceptó que la primera acepción de nimio fuera pequeño, algo de poco valor, y la segunda demasiado.
La agudeza de los pueblos para nombrar las cosas es admirable. En el jónico, un dialecto del griego antiguo, budza significaba sabia, sabiduría, pero los celos de las atenienses modificaron la palabra, que empezó a significar sabionda, un sentido irónico que ellas inventaron para calificar a las mujeres de Mileto, unas callejeras intelectuales que se estaban robando el corazón de los hombres atenienses.
Luego la palabra marchó por los caminos, fue sopesada en las orejas de las generaciones, que la encontraron demasiado suave, y cuando llegó a Roma ya era un escupitajo de fonemas explosivos, puta, y significaba meretriz, loba, zorra y también pensar.
La polisemia genera ambigüedad y dificulta la interpretación de los códigos del derecho, demos por caso, pero facilita la creación de metáforas y expresiones irónicas.
En términos generales, el prosista prefiere el lenguaje recto, llama al pan pan y al vino vino, mientras que el poeta ama la curva, los tropos.
Sorpresivamente, la metáfora es un invento antiguo. Al principio, la escritura fue figurativa: para decir paloma, círculo o faraón, los escribas dibujaban una paloma, un círculo o un faraón (de perfil, por supuesto). Luego la prisa y la pereza inventaron la taquigrafía, los dibujos se simplificaron y de la paloma solo quedó una pata, del círculo un punto y del faraón el cetro. Así nació la metáfora: ahora una parte representaba al todo y una cosa podía significar otra.
En una sesión de mi taller dos escritoras estupendas, Belén Moreno y Marta Renza, descubrieron que la polisemia se estaba perdiendo, que la gente utilizaba de manera unívoca palabras como facho, mamerto y puta, y que nadie sabía de dónde provenían las palabras pirobo y marica, imagen y sustancia, y se dieron a la tarea de desarmar las palabras, una empresa divertida y muy necesaria que terminó en un libro, La cartografía del odio.
La realidad es verbal, pensamos los metafísicos, pero los físicos aseguran que el universo no está hecho de fonemas sino de un orden preciso de bosones y fermiones, y que las lenguas son apenas convenciones lingüísticas para nombrarlo. Se equivocan. Una lengua no es un conjunto arbitrario de signos sino la manera como un pueblo nombra los fenómenos, habla con sus dioses y conjura sus fantasmas. No digo que la palabra sea la cosa, pero la acecha… y a veces la atrapa.
Algunos versos, algunos cuentos y ciertos aforismos prueban que ese instrumento extraordinario, el lenguaje, no es un mero juego ni está siempre condenado al fracaso.
Como nadie ignora, las palabras tienen dos poderes: pueden arrojarle pestes encima a una persona o a un pueblo. Es la maldición. O pueden conjurar el mal y atraer la fortuna. Es la bendición. La cartografía del odio trabaja en este sentido. Es un tratado de magia blanca y encierra un manual para desarmar los espíritus desarmando las palabras. Es un acto de fe en la lengua y una prueba de que se puede acortar la distancia entre la palabra y la cosa. Al fin y al cabo cosa es una palabra y, si la distancia es muy pequeña, la palabra puede ser un modelo funcional de la cosa.
