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La actitud de los diversos estamentos frente a la educación es muy superficial. Para muchos padres de familia, por ejemplo, la educación es solo un vehículo de movilidad social. Para otros, la educación es un sistema de transmisión de valores, cuando es obvio que sería más inteligente una escuela que revisara los valores, todos, los levíticos, los patriarcales, los discriminatorios, los supremacistas, los mojigatos e incluso los liberales. Si alguien debe desaprender valores hoy son las personas mayores.
Para el político, la educación es un asunto de presupuesto, tabletas y conectividad, factores relevantes, sí, pero insuficientes. El político es el estamento más primitivo en esta materia.
Los profesores tienen el privilegio de tomarle el pulso a la situación diariamente, pero un porcentaje muy alto sigue considerando que la educación es un proceso vertical, unidireccional y memorioso. Además, son muy conservadores: es un gremio que presenta una gran resistencia a los cambios en los métodos o en los contenidos.
Como todo el mundo señala que los estudiantes son los culpables del bajo nivel de la educación, podemos concluir que son inocentes. Claro, no son genios, pero tampoco son bobos con celular, como piensan muchos. Su inteligencia promedio sigue la distribución normal que marca la campana de Gauss. Tienen falencias enormes (al fin y al cabo los educamos nosotros), pero son más humanos que los viejos: los jóvenes son animalistas, ambientalistas, tienen mil sueños y viven actualizados. Los que viven en barrios muy pobres son, además, politólogos certeros. La política es esencialmente una asignatura de la calle.
Los sabios tienen una visión panorámica de la educación (Jorge Larrosa, Darío Sztajnszrajber, Rubén Blades, Jorge Barraza, Greta Thunberg, Dolly Montoya, Moisés Wasserman, Rodolfo Llinás, William Ospina, Patricia Ariza, Piedad Bonnett, Alejandro Gaviria…), pero sus recomendaciones se quedan siempre en una “estratosfera omnisapiente” porque no hay puentes de comunicación entre ellos y el hombre de la calle.
La educación plantea muchas preguntas difíciles: ¿educamos para formar eruditos o ciudadanos, personas funcionales o críticas, competitivas o solidarias? ¿Son conciliables estas metas? ¿La educación debe ser una “correa de transmisión” del conocimiento o una criba de revisión de todo, de valores y conocimientos? Si la educación es la panacea, ¿por qué las naciones más educadas causan tantos desastres bélicos y ecológicos? ¿Son “tacitas de plata” justamente porque el resto del mundo es su letrina?
Nadie tiene las respuestas a estas preguntas, ni los viejos ni los estudiantes. Por esto mismo es necesario que todos reflexionemos sobre ellas. Es imperioso que la educación sea un tema cotidiano, tan polémico como ya lo son la política, la diversidad sexual, el aborto, los transgénicos o la eutanasia. Los procesos puramente verticales son un fracaso. La educación jerárquica y la autoridad patriarcal son ejemplos concluyentes de la ineficacia del modelo.
Las políticas públicas son demasiado importantes para dejarlas en manos de la ambición del mercado, del ajedrez de la política, de la vanidad del científico o de la autoridad del profesor. Si reconocemos que los saberes y quehaceres de la gente son invaluables, si queremos que los ciudadanos cumplan las leyes y que los programas respondan bien a sus necesidades, los procesos tienen que ser horizontales.
No olvidemos que son los pueblos los que han hecho todo, las lenguas y los números, la escuela, el templo y el taller, la mesa y la silla, el plato y la cuchara, la plegaria y la canción.
