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La soledad de los números primos

Julio César Londoño

07 de diciembre de 2024 - 12:05 a. m.

Sofía, siéntate con Daniela y le ayudas con las tareas, ordenó la profesora. Yo con esa no me siento, respondió Sofía, porque Daniela era rara –insistía en incrustar la estrella en el hueco cuadrado y el cilindro en el hueco triangular–. Yo me sentaré con ella, dijo Carlo, el hermano de Daniela, uno de los mejores estudiantes de la escuela.

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La amaba sin medida, daría la vida por ella, pero sería muy feliz si Daniela amaneciera muerta en medio de sus pinturas de hombres azules y cielos verdes.

Una tarde, durante la clase de música, Daniela se levantó de su silla y empezó a agitar sus brazos violentamente, como una mariposa atrapada. Se nos va a volar la loca, bromeó alguno. La maestra no sabía qué hacer pero abrigaba la esperanza de que la retrasadita se fuera volando para siempre. Entonces Carlo abrazó a su hermana suavemente por la espalda. Ya no tienes alas, Dani, le susurró.

Carlo y Daniela eran gemelos. Ambos tenían el cabello negrísimo, los ojos del color del tabaco y las facciones delicadas, pero Daniela tenía el cerebro de un mosquito. Yo creo que le diste patadas cuando estaban en el vientre de mamá, le decía su padre a Carlo entre risotadas. Carlo sonreía sin comprender mayor cosa. Tenía seis años, no entendía el chiste pero ya adivinaba que su padre también era raro y que la vida era una trampa.

Un día, Samuel, el pelirrojo con labios de babuino invitó a Carlo a su cumpleaños. Mi mamá dijo que te invitara y que podías llevar a la boba. Carlo lo pensó bastante antes de contar en su casa. A su mamá le pareció buena idea y les compró el Lego más caro, una astronave enorme, para que la llevaran de regalo a Samuel.

Mamá, es mejor que Daniela no vaya, te lo ruego. Su madre lo miró con severidad: La niña nunca ha ido a una fiesta. Es la primera vez que la invitan.

Carlo y Daniela caminaron hasta la casa de Samuel, que estaba cerca, bastaba atravesar un parque. La tarde era muy fría, había llovido y las botitas blancas de Daniela se embarraron. Se sentaron en una banca cerca al lago. Ella trataba de arrancarle un botón al abrigo mientras Carlo le limpiaba las botitas. Volverá a untarse el pelo de helado, pensó, no le pasará la pelota a nadie… Entonces le dijo a Daniela que lo esperara allí, en la banca, y se fue para la fiesta caminando de espaldas para cerciorarse de que Daniela no lo seguía, pero los ojos de Daniela lo siguieron y se avivaron un instante (a veces su cerebro de mosquito se encendía. El resto de su vida Carlo pensó que esos eran los ojos del miedo).

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Carlo le explicó a la mamá de Samuel que su hermana se había quedado en casa porque le dolían los oídos. Vio con preocupación que la tarde se oscurecía y se enfriaba muy rápido pero los amigos, la torta y los juegos lo retuvieron más de la cuenta.

Cuando regresó al parque tuvo la certeza, clara e inexplicable, de que su hermana no estaba allí. Y no estaba. La llamó a gritos hasta que el parque se puso oscuro. Solo entonces cayó en cuenta de lo grande que era el parque, que Daniela nunca encontraría el camino de regreso a casa y se la imaginó caminando hacia el lago con su andar de pato, o agachada en la orilla del lago para borrar su imagen en el agua con una ramita.

Algo brilló en la hierba, era un cristal de botella. «Carlo se lo clavó en la mano pero no sintió dolor. Entonces se lo enterró más y lo giró y volvió a girarlo varias veces mirando siempre el lago con la esperanza de que Daniela emergiera de pronto de las aguas mientras él se preguntaba por qué algunos cuerpos flotan y otros no».

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* Pese a las protestas de su editor, Paolo Giordano le puso a su novela un título bello y esotérico, La soledad de los números primos (2008). Lo que pongo aquí es mi versión del capítulo 2, el capítulo más triste de todas las literaturas.

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