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Las cruzadas del imperio

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Julio César Londoño
06 de diciembre de 2025 - 05:00 a. m.
WASHINGTON (United States), 03/12/2025.- US President Donald Trump announces changes to new fuel economy standards, in the Oval Office, at the White House, Washington, DC USA, 03 December 2025. EFE/EPA/WILL OLIVER / POOL
WASHINGTON (United States), 03/12/2025.- US President Donald Trump announces changes to new fuel economy standards, in the Oval Office, at the White House, Washington, DC USA, 03 December 2025. EFE/EPA/WILL OLIVER / POOL
Foto: EFE - WILL OLIVER / POOL
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El entusiasmo que despiertan en las derechas de Colombia y Venezuela los ejercicios militares de Estados Unidos en el Mar Caribe tiene dos razones: el rechazo a los gobiernos de Petro y Maduro, y la enciclopédica ignorancia de la historia por parte de los líderes de la derecha. Si conocieran la historia, si no fueran tan ignorantes y sectarios sabrían que todas las guerras del imperio terminan siempre en fracasos militares o estratégicos, casi siempre en la ruina de las naciones que ellos atacan o «protegen», e incluso en el triunfo del comunismo.

Cuba, Venezuela y Nicaragua son ejemplos de naciones arruinadas por una tenaza infalible: el bloqueo norteamericano y gobiernos comunistas chambones y criminales.

Vietnam es la excepción. Fue invadida por el imperio y vivió para contarlo. Allá Estados Unidos se empleó a fondo durante 20 años (1955-1975), invirtió 168.000 millones de dólares de la época (un billón actual), envió al frente de batalla medio millón de soldados, recibió de vuelta 58.000 cuerpos en bolsas negras y 300.000 heridos, la mayoría con secuelas físicas o sicológicas. Hoy Vietnam es un país cuyo PIB crece al 7,5 % anual y está reunificado bajo un gobierno comunista, exactamente lo que Washington quería evitar. Conclusión: Vietnam fue una derrota militar y estratégica.

Tampoco les fue bien en la guerra contra el harapiento Afganistán (2001-2021). Aunque el imperio tumbó rápidamente al régimen Talibán, no pudo consolidar un Estado estable. Tras 20 años de guerra, el retorno de los talibanes al poder en 2021 significó el fracaso del proyecto político y militar de Estados Unidos. Hoy, Afganistán es más talibán y más harapiento que en 2001.

La guerra de Irak (2003-2011; 2014-2017) fue otro fiasco. Estados Unidos derrocó a Saddam Hussein, pero el país quedó sumido en una inestabilidad que alimentó el ascenso del Estado Islámico. Aunque no se clasifica formalmente como una derrota militar, muchos analistas la consideran un fracaso estratégico.

En suma, desde la mitad del siglo XX hacia acá, Estados Unidos ha sufrido derrotas estratégicas que desnudan los límites del poder militar frente a realidades políticas y sociales profundas. Por fortuna, el poderío militar es solo una variable de la ecuación y no siempre resulta ser definitiva.

Su otro frente, la guerra contra las drogas, es maravilloso.

Desde mediados del siglo XX, las relaciones entre el gobierno estadounidense, sus élites políticas y económicas, y el mundo de las drogas —legales e ilegales— han sido ambiguas y contradictorias, y viven marcadas por una tensión permanente entre el deber-ser, los intereses encontrados de la geopolítica, la salud pública, las industrias reguladas y los mercados ilícitos, que crecieron, irónicamente, en las narices de estas tensiones.

Las licoreras, por ejemplo, son una robusta institución estadounidense desde los primeros años de la posguerra hasta hoy. Las grandes licoreras han mantenido estrechos vínculos con los políticos y las campañas electorales por medio de donaciones y cabildeos. El gobierno aprendió la lección que dejó el traumático experimento de la prohibición del alcohol (1920-1933) y reguló, gravó y protegió esta industria, hoy actor estable y respetado de la economía.

El opio y sus derivados ocuparon un lugar muy distinto. Durante la Guerra Fría, la política exterior estadounidense se vio implicada en regiones donde el cultivo de amapola era parte clave de la economía local. Durante la guerra de Vietnam, por ejemplo, agentes encubiertos de la CIA y aliados regionales —como facciones del Kuomintang refugiadas en Birmania o grupos anticomunistas en Laos— financiaron operaciones mediante el comercio de opio. La relación del establecimiento americano con el opio fue menos directa que con el alcohol, pero más turbia: un vínculo pragmático y tácito derivado de la geopolítica.

En los años 70, Nixon le declaró la guerra a las drogas y el imperio se volvió un supernumerario del mercado de las drogas ilícitas: en adelante fue el mejor distribuidor, el primer consumidor, el mejor «lavandero», el gran sheriff antidrogas del mundo, se quedó con la parte del león del negocio y empezó a expedir, con una carepalo admirable, certificados de conducta a las naciones productoras de drogas del tercer mundo.

El portafolio del imperio también contempla otras drogas. Su élite económica ha amasado enormes fortunas con productos discutibles del sector de las drogas lícitas del mercado farmacéutico: Purdue Pharma, por ejemplo, impulsó agresivamente los opiáceos legales, como OxyContin, y desencadenó desde los años 90 una epidemia de adicción que causó cientos de miles de muertes. En este caso, la frontera entre drogas legales e ilegales se volvió porosa y el Estado reguló y permitió un «narcotráfico corporativo» que zigzagueó ágilmente en los resquicios de las normas.

Desde 1950, entonces, la relación del gobierno y la élite estadounidense con el alcohol, el opio, los medicamentos opiáceos y las drogas ilícitas oscila entre la regulación pragmática, la complicidad descarada y el uso político del prohibicionismo. Es una historia marcada por intereses estratégicos y económicos que utilizan como parapeto la moral calvinista y los argumentos de la salud pública.

Hago este largo recuento porque Trump vuelve ahora con el viejo cuento de la guerra preventiva, el mismo que usó George W. Bush para invadir a Irak con el pretexto de destruir unos laboratorios de armas biológicas que nunca aparecieron.

Ahora la «guerra preventiva» de Trump es contra el narcotráfico, ese negocio cuyas casas matrices están en Dubai, Ámsterdam, Miami, Las Vegas y Nueva York, y que él acabará bombardeando lanchas minúsculas en el Caribe, como el niño rico que patea los juguetes del niño pobre.

Pensar que el imperio en general o que Trump en particular nos pueden dar una mano con nuestros problemas es una ingenuidad enternecedora. Uno entiende que María Corina esté desesperada luego de soportar 26 años de chavismo, pero invitar al imperio más predador de la modernidad a invadir Venezuela es una estupidez mayúscula.

Uno entiende que la oposición colombiana vea en las escaramuzas Petro-Trump una oportunidad para golpear al gobierno colombiano y lamerle las suelas a Trump con la esperanza de que les haga un guiño que les permita subir dos décimas en las encuestas. Pero hacerle el juego al imperio, y en especial a este patán, es una irresponsabilidad histórica.

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