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Los milagros son sucesos extraordinarios, claro, pero no son infrecuentes. El arcoíris, digamos, es un milagro cotidiano. El primero lo trazó Jehová el día 41 del Diluvio, cuando vio, consternado, que millones de cristianos flotaban sobre las aguas. Justos y pecadores flotaban. Conmovido, prometió no mandar nunca más sobre sus criaturas un castigo tan indiscriminado y tan severo, y trazó en el cielo el arco de la alianza como prueba de su palabra.
El arcoíris es rúbrica y promesa.
No me asombra que Dios obre portentos, ni que los magos hagan magia. Lo que me conmueve son los milagros de los mortales: en los andenes de las ciudades hay artistas que venden paisajes singulares y cambiantes. Los ingredientes son simples, como cuadra a lo maravilloso: agua de colores y arena prensada entre dos cristales. La gravedad y los segundos –el grave tiempo– van dibujando allí dunas minuciosas y crepúsculos marcianos y paisajes infinitos, y todo por cinco mil pesos. A tres metros de allí, un señor de buena labia «rasga» con una peineta de clavos una media velada. Una y otra vez la apuñala con los clavos y la media permanece intacta. El par de medias, atérrese usted, vale la mitad de lo que vale un cuadro infinito. Los escépticos explican el prodigio hablando de prestidigitación o de «tejidos inteligentes» y otras sandeces que inventan los ateos para no mencionar la palabra tremenda que les quema los labios: milagro.
En el malecón de La Habana, Ramón Piñeres toca la trompeta cuando cae la noche. Viste de punta en blanco, zapatos combinados y sombrero Stevenson café. Toca solo boleros y toca solo porque su trompeta llena la playa y no deja resquicio ni siquiera para el siseo de una maraca. Ramón sopla y las parejas suspiran y se ralentiza el flujo de autos en la avenida y el giro de los planetas en la bóveda celeste. A veces canta con voz cascada una sola línea, la línea, «Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez…».
Ramón no recibe dinero... Quizá una copa. Canta sólo para que las parejas se quieran más.
En El ahogado más hermoso del mundo, Gabo cuenta los milagros invertidos de un ángel viejo y turulato. Como el del ciego que oró con fervor y, aunque no recobró la vista, le salió un diente. Cortázar observa que la gente interpreta muy mal los sucesos sobrenaturales. Como el señor al que se le cayeron las gafas y al comprobar que estaban intactas exclamó: ¡Esto es un milagro! Acto seguido compró un estuche acolchado y guardó las gafas, pero apenas saliendo de la óptica se le cayó el estuche, lo recogió con tranquilidad, lo abrió y descubrió estupefacto que los lentes estaban hechos polvo y maldijo su suerte. Olvidó que los designios de la Providencia son inescrutables y fue ciego a la revelación: el verdadero milagro acababa de ocurrir.
En mi secta, «Los prediabéticos de los últimos días», sabemos que los milagros son silvestres. De pronto encontramos, sin buscarlo, aquel viejo estilógrafo. O se digna posar sus ojazos en uno justamente ella, la tetialtiva del 508. O sale el sol en el último instante de una tarde gris y florece súbitamente un guayacán amarillo.
O sonríe entre tules un bebé dormido.
El zapatero del barrio –tal vez un teósofo secreto– me explica que los pequeños milagros son obra de una legión de dioses subalternos, divinidades menores que descongestionan la lista de tareas del Padre para que Él puede concentrarse en lo crucial: mantener los planetas en sus órbitas, alisar las colas de los cometas, perdonar a las pecadoras, rociar los pétalos de las flores en noches calurosas y retocar los colores de los picos de los tucanes viejos.
