El ensayo es retórico porque busca demostrar algo: la tesis. A veces procede con ejemplos persuasivos: «Jamás tuvo una flor dos primaveras»… por lo tanto nunca las «segundas partes» serán buenas. A veces opera con el rigor de la lógica y suena muy sólido: si a = b y b = c, entonces a = c.
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No siempre es fácil demostrar la tesis. Con frecuencia, el ensayista choca contra los límites del conocimiento, o contra sus propias limitaciones cognitivas, o contra la naturaleza misma de las cosas: la ética, la estética y la metafísica son materias fatalmente abiertas y resulta imposible demostrar nada en estos campos. Como todo es subjetivo y misterioso aquí, entra en juego la capacidad conjetural del ensayista, su capacidad para urdir explicaciones posibles a los asuntos que aborda.
Uno de los fines de la crítica literaria es interpretar las obras, objetivo que puede lograrse desde una lógica poética. Podemos explicar la razón de ser del realismo fantástico, por ejemplo, afirmando que el tercer mundo está en la línea de sombra que separa al pensamiento mágico del racional, y apoyarnos en estos versos: «Al norte está la razón estudiando la lluvia, descifrando los truenos. Al sur están los danzantes engendrando la lluvia, al sur están los tambores inventando los truenos».*
Para explicar por qué bendita razón manchó con moralejas sus espléndidos cuentos, Nathaniel Hawthorne confesó que él se avergonzaba de ser escritor, una profesión considerada fácil y frívola en una familia de personas tan trabajadoras como sus mayores, que fueron constructores de barcos, negociantes y cazadores de brujas en Salem, y convirtió sus cuentos en sermones, hizo de la ficción un vehículo moral.
Este es un ejemplo lógico, es decir, un razonamiento que encaja en nuestro aristotélico cerebro; pero a los lectores también nos gustan las explicaciones que no encajan: las paradojas. Así, podemos decir que Álvaro Mutis era un mal novelista porque escribía demasiado bien y era proclive a la poesía, un registro que riñe con la austeridad de la prosa, y que sus personajes son débiles porque fueron fagocitados por la fuerte personalidad de Mutis, por su enorme ego.
Otra paradoja: Borges señala que Poe, un espíritu romántico, profesó una teoría racional de la creación literaria (es lo que sugieren esos algoritmos absolutamente lógicos que Poe propone en la Filosofía de la composición), mientras que un pueblo clásico y racional como el griego pensaba que las verdaderos autores de las grandes obras del arte eran una criaturas románticas, las musas.
Alguien observó que la prueba terminante de que el Corán es un libro genuinamente oriental estriba en que no hay camellos en sus páginas.
Cuando Bioy Casares le preguntó a Borges cómo se reconocía el buen poema (ambos eran jurados de un concurso de poesía) Borges respondió: «El buen poema se conoce porque lo podemos mejorar fácilmente». Tenía razón, el mal poema no tiene arreglo.
«Toda la poesía mala es sincera», escribió escandalosamente W. H. Auden. ¿Significa esto que la buena poesía requiere una dosis de hipocresía? Si recordamos que “hipócrita” significaba “máscara y actor” –o si cambiamos “hipocresía” por “edición”– entendemos que Auden andaba cerca de la solución del misterio de la creación literaria.
La tercera regla del Decálogo del escritor de Augusto Monterroso encierra una paradoja irrebatible: «En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: en literatura no hay nada escrito». Es una proposición preciosa. Significa que todos las reglas estéticas son violables. O que nunca levantaremos el último velo, porque, como dijo Tales, todas las cosas están llenas de dioses.
* Versos tomados del poema Los dos mundos de William Ospina.