Todos vacilan. Dudan de sus obras los genios; de su fe, los santos y de sus blasfemias, los herejes. Y está bien, es un sano mecanismo de autocrítica y de cautela. El valor de las obras de arte es subjetivo, y las verdades de la ciencia son falsables. El arte y la ciencia son potencias humildes. La Religión es otra cosa. La Religión quiere sacralizar el mundo, la ciencia quiere descifrarlo, el arte lo celebra o lo maldice, dependiendo de la bilis del día, cuyo color varía según el litio, según los astros.
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Las tres son miradas distintas, pero todas trazan mapas del universo, planos del laberinto. Los mapas de la religión son relatos cosmológicos o códigos morales, y son eternos e inmutables, como corresponde a la soberbia de los dioses. Los mapas de la ciencia son modelos matemáticos o sociales, y son imperfectos y temporales, como los hombres y las mujeres que los dibujan. Los mapas del arte escapan a las definiciones. El arte fue una operación mágica al principio, en las pinturas de las cuevas, magia parasimpática para que la cacería fuera exitosa. Luego el arte fue figurativo, espejo del mundo. Ahora puede ser oscuro, abstracto o expresionista, un grito de furia o una plegaria pagana.
Al cerebro le gustan los mapas, me dijo Rodolfo Llinás un día. El «yo», dijo sin vacilaciones el neurocientífico, es una construcción del cerebro para darnos, a esa cambiante criatura que somos, una sedante sensación de identidad en el espacio y de permanencia en el tiempo.
Todos dudamos de todo, en especial de las palabras. Es una reserva sensata. La elocuencia de las palabras puede simular la sabiduría, como advirtió una señora sabia y elocuente, Margarita Yourcenar. Pero también es cierto que pensamos con palabras. Tal vez la palabra nunca cifre completamente la cosa, pero se le acerca. La palabra es la mejor traducción que tenemos de la cosa. Es lo que hay, y no es poco. Recordemos que el capitalismo y el socialismo son doctrinas netamente verbales, o, si usted prefiere, religiones que adoran divinidades opuestas. El capitalismo privilegia el mercado y el orden, al socialismo le preocupan la gente y la libertad. China, Nueva Zelanda y los países nórdicos están encontrando bellas soluciones intermedias.
Otro ejemplo de artefacto verbal magnífico es el cristianismo. Jesús, el famoso disidente judío, construyó un relato poético, lo ilustró con parábolas verbales, lo apuntaló con razones humanistas, lo ungió con la leche de la bondad y lo puso en escena con milagros espectaculares. Pilatos hizo un gesto y Jesús desapareció, pero unos siglos después, Jesús hizo un gesto contrario y Roma fue el Vaticano.
Doy este rodeo para demostrar que las palabras, esas criaturas frágiles, hechas de viento y fonemas, pueden ser más duraderas que los césares, los muros y las espadas; para recordar que una canción nos puede llevar al cielo, o partirnos el corazón.
Así las cosas, cómo no agradecer que la vida haya dado el número de vueltas exacto para convertirme en un hombre de letras y quizá en un humanista. Hice mi parte, por supuesto, mi lámpara siempre se apaga a altas horas de la noche, pero muchas personas trabajaron y lo hicieron posible. La primera fue mamá, una viuda que levantó siete hijos, una modista que podía hablar con la boca llena de alfileres, una mujer pobre que solo pudo darme dos regalos infinitos: los números y las letras. Gracias, mamá. Y mis hermanos, que trabajaban mientras yo me dedicaba al oficio más principesco y delirante del mundo, leer. Nunca me lo reprocharon a pesar de que no éramos una familia de señoritos.
(…) Dedico esta noche feliz a mis amigos y al muchacho que asesiné un domingo. No tuve alternativa. Yo andaba de malas pulgas porque Univalle me echó a la calle durante un semestre por una pequeñez política y un asunto académico. «Subterráneo nivel académico», decía la nota, y era justa. Yo vivía una época de espléndida bohemia, pero los domingos pueden ser fatales. Sobre todo las tardes, que ya están amenazadas por la sombra del lunes. Yo leía La cruzada de los niños de Marcel Schwob en la banca de un parque, y tenía dos sueños opuestos: quería ser Schwob porque ya sabía que en las letras podía encontrar todos los alimentos que necesita el espíritu, y quería ser matemático porque desde niño me sedujo el brillo inhumano de los números, su perfección, la manera cómo encaja todo en ese orbe de precisos cristales. Yo tenía mil dudas y la matemática es el reino de las certezas. Pero ya lo había pensado y comprendí que era incapaz de hacer bien las dos cosas. Que mi cabeza no daba para tanto. Ese día decidí ser escritor y dejé tirado en la banca el cadáver del muchacho matemático. Nunca supe qué fue de él. Quizá nada, tal vez la sombra de un número. Todavía me duele su suerte. Especialmente para ti va este título que hoy me regala mi Universidad del Valle.
*Fragmento del discurso pronunciado anoche en la Biblioteca Departamental del Valle en la ceremonia de aceptación del doctorado honoris causa en humanidades que me otorgó la Universidad del Valle.