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Al principio, las ciencias, las artes y las religiones fueron una misma ansiedad: el curandero, el poeta y el brujo se confundían. Luego el conocimiento se bifurcó en filósofos, que se ocupaban del todo, y naturalistas, que estudiaban las partes: las yerbas, la piedra y el pájaro. Hoy me ocuparé de algunos naturalistas.
El primero fue Lucrecio, siglo -1. Conocemos los 7.400 hexámetros de los seis libros de sus observaciones sobre los gusanos, los rayos, las visiones, el amor, la escritura, los genitales, la putrefacción y las serpientes, gracias a Cicerón y al gramático Probo, que ordenaron el ingente material. El fin último de Lucrecio era totalmente moderno: más allá de buscar explicaciones de las criaturas y sus fenómenos, quiso urdir poemas donde la ciencia cantara. En suma, fue el primer autor de divulgación.
En el siglo 17, sir Thomas Browne, que amó los jardines de Ciro, la amistad de Coleridge y los crematorios de Norfolk, descubrió que «solo hay dos inviernos, un invierno blanco y un invierno verde. En el invierno blanco todo está muerto. En el verde todo está por morir. La literatura es el esplendor del frío, y es imposible saber si uno escribe por costumbre, por sed de prestigio, por amor a la verdad o por mera desesperación; si escribir lo vuelve a uno más sagaz o más triste».
Antes de leer los estratos de las rocas, Goethe estudió tratados de geomancia (el origen de la ciencia es siempre esotérico). Como estaba más interesado en la sicología del color que en la geometría de la luz, se burlaba, bebiendo con Schopenhauer, de la Óptica de Newton y de su teoría del color. Le perdonamos esta impiedad porque Goethe descubrió por qué la rosa tiene espinas: porque también lo bello tiene derecho a defenderse.
Charles Darwin odiaba tanto la universidad que se embarcó hacia Suramérica en un barco de cartógrafos a los 22 años. La selva no puede ser peor que esto, se dijo. Aunque su trabajo es uno de los más célebres de la historia de la ciencia, nadie conoce las cuatro leyes de la evolución: Los cambios de los seres vivos son pequeños, son muy lentos, se producen por azar y operan por selección natural
Humboldt fue el primero en sospechar que la Tierra era un animal redondo y que era imposible cortar una flor sin perturbar una estrella. Consideraba que Berlín era una ciudad vulgar porque tenía 40 mil habitantes y solo cuatro botánicos. Estudió la naturaleza con la esperanza de refrigerar su naturaleza lasciva (la mamá de Ada Lovelace –la lujuriosa hija de Lord Byron y pionera de la computación– la puso a estudiar matemáticas confiada también en el efecto sedante de los números).
Humboldt recorrió el mundo, no siempre por los bosques. Pisó casas de mala reputación en Quito, «donde subsanó una de sus virginidades», escribió Francisco José de Caldas, pero es probable que Caldas estuviera resentido porque Humboldt no lo llevó a sus expediciones por el Sur: lo reemplazó con un bello botánico de Buga, Valle, como se cuenta en Pondré mi oído en la piedra hasta que hable, la biografía de Humboldt de William Ospina.
Henry David Thoreau, en cambio, fue un ermitaño radical, amaba los bosques, las nutrias rubias, las hormigas y los pájaros (habría sido buen amigo del último Gerardo Rivera). Fue tutor de latín, agrimensor y fabricante de lápices. Recorría los caminos de Walden con un arsenal de carpintería en bandolera para enderezar una puerta, levantar una cerca o remendar un puente. Fue a prisión por no pagar impuestos. Alegó que no creía en un Estado que vende hombres, mujeres y niños como si fueran ganado, y escribió el ensayo Desobediencia civil.
Su amigo Ralph Waldo Emerson, que vivía en el cercano pueblo de Concord, le escribía cartas. «Querido Henry, La ciencia es la búsqueda de un orden en medio del caos. El arte es la expresión en miniatura del mundo natural. En cuanto a la religión… ¿qué es un bosque sino un evangelio mudo?». Y le rogaba que no leyera. «La biblioteca es la tumba del escritor. No lea, por amor a Dios, escriba. En Concord todos dicen que la lectura será su ruina». Yo lo defiendo, aunque sin mucha convicción.
Vladimir Navokov fue un pedófilo exquisito (ver Lolita) y un moralista severo (ver el trágico final de la novela). Su nombre es conocido entre los entomólogos porque afirmó que las mariposas polyommatus azules llegaron a América por el estrecho de Bering, como cualquier peatón. La teoría, objeto de burlas durante varios años, fue confirmada luego por los investigadores. También es famosa su teoría de que artistas y lepidópteros comparten la genitalia, el flirteo y la inclinación a la infidelidad.
* Concord fue el centro de los trascendentalistas, la rama estadounidense del romanticismo. Eran literatos, preferían el campo a la ciudad, abominaban de la esclavitud y confiaban más en la intuición que en la razón. Por la casa de Emerson en Concord pasaron Thoreau, Bronson Alcott y su hija Louisa May Alcott, Margaret Fuller, pionera del feminismo, y Nathaniel Hawthorne. Ningún pueblo tan pequeño ha tenido tanto peso en la historia intelectual de nación alguna.
Fuente,La idea natural de la poeta argentina María Negroni. Es una colección de notas biográficas brevísimas que tienen la poesía de la protociencia, la precisión del zancudo y la voluptuosidad de las glosinias.
