DEMASIADO DISCRETA LA MUERTE de don Manuel. Muy parco el cubrimiento. Comparado con el revuelo que causó la muerte de Raúl Reyes, la suya resulta lánguida, sin “extras” ni revuelo noticioso, ni crisis internacionales, ni movimiento de ejércitos, ni perturbaciones en la bolsa.
El Ministro de la Defensa casi se olvida de contárselo a la señora de Semana, como si el muerto fuera un estafeta de la guerrilla, no un protagonista central de la historia de Colombia. Raro. Y las Farc nombraron muy rápido su reemplazo y emitieron un comunicado puntual, como si fueran una burocracia muy organizada, no una horda en desmadre.
Supongo que influyó en este desgano informativo el hecho de que la noticia se conociera durante un puente festivo. Y la cama, cuadrúpedo fatal para la leyenda de los guerreros. Como Jacobo Arenas y el Cura Pérez, don Manuel murió donde suelen morir los cafres de la guerra en un país donde los hombres de paz caen baleados en las calles.
La leyenda cuenta que Pedro Antonio Marín nació en Génova, un pueblo del Viejo Caldas, y su primer juego fue asaltarlo con una banda formada por 14 primos suyos. Bonita familia, como la de Carlos Castaño y sus hermanos; o la de Uribe, su hermano, su primo y su papá. ¡Y después dicen que las empresas familiares son ineficientes!
Los historiadores nos explican que fundó unas autodefensas campesinas para defenderse de la violencia oficial. Veinte años después los hermanos Castaño organizaron un ejército mercenario para defender a los hacendados ricos del accionar de esos campesinos pobres, y hace seis años Álvaro Uribe ganó las elecciones con la promesa de recuperar para el Estado el monopolio de la fuerza, es decir, para defender a todos los ciudadanos de tanta autodefensa.
A los 17 años, el joven Pedro Antonio era comerciante al detal en Ceilán, Valle, donde vendía herramientas, quesos y dulces de panela entre semana porque los sábados tocaba valses y tangos en un viejo violín familiar. Luego fue cadenero y aprendió a manejar explosivos como contratista del Ministerio de Obras Públicas.
Lo demás es conocido: las vacas, las gallinas, el asalto a Marquetalia, los decenios de selva y combates, sus ladinos diálogos con burócratas traidores, el tránsito de la guerra irregular a la guerra de posiciones, sus grandes triunfos militares sobre Bojote, el desfile de personajes ante su trono del Caguán... Bueno, trono y letrina, porque en lugar de redimir la zona la volvió una caleta; cuando tenía que hacer historia hizo popis. Ese fue el verdadero comienzo del fin.
Dicen que lo mataron las bombas, o el mero estruendo. Es una versión tonta, don Manuel no era un hombre asustadizo. Yo lo vi una vez en el Caguán, en febrero de 2001. Durante los dos minutos que estuve a un metro de él, su mirada helada no parpadeó una sola vez. Es una máquina de guerra —pensé—, fría, exacta y repleta de odio. O de horror, porque también podía ser la expresión petrificada de un guerrero que no podía pegar el ojo jamás, acosado por los fantasmas de los millares de hombres, mujeres y niños que vio morir.
Hoy entiendo al fin que en sus ojos ya no había odio ni horror: era el hastío, la náusea, una tristeza gorda, la certeza de saber que tras tantos años de lucha iba a morir sin dejar rastro, una reforma, una ley, una carretera, un parque, una escuela. Que el sueño de construir un país se había extraviado en las pesadillas de una guerra viciosa y del crimen al por mayor. Que de tanto odiar al enemigo había terminado pareciéndose a él. Esto fue lo que lo mató.