En 1932 Aldous Huxley escribió Un mundo feliz, una novela que vuelve sobre el tema de la sociedad perfecta, o al menos el de un mundo de habitantes satisfechos con su suerte. Como siempre necesitaremos personas que hagan trabajos ingratos (recoger basuras, limpiar cañerías…) Huxley imagina los épsilon, personas con diseño genético y programación cultural calculada para que amen las escobas y odien los libros. Los primeros regalos de los bebés épsilon son un libro y una escoba: cuando cogen el libro reciben una pequeña descarga eléctrica. La escoba, en cambio, emite dulces cancioncillas.
En 1962 Huxley escribió otro ensayo novelado, La isla, un enternecedor intento de refutarse a sí mismo y demostrar que no todo está perdido, que el hombre puede ser de verdad humano y feliz algún día. En La isla las drogas no se utilizan para manipular la psiquis de los habitantes, como en Un mundo feliz, sino para potenciar su lucidez. En vez de parlantes repitiendo consignas ideológicas, hay loros que repiten lemas edificantes. Los niños viven separados de sus familias para ahorrarles las neurosis de sus padres, no para castrarles su individualidad.
La isla es el contrapunto de Un mundo feliz.
El programa de esta «república» contempla varias materias: salud pública, drogas, medicina, ecología, educación, el progreso. Un pénsum así no podía dejar indiferente a Alejandro Gaviria, que utiliza La isla como pretexto para repensar temas que conoce y le preocupan, y para rendirle homenaje a uno de sus autores de cabecera: «La lectura es un acto de creación. Otro fin del mundo es posible intenta eso, leer creativamente a un autor imprescindible, Aldous Huxley». (El título parece contener un guiño sarcástico contra las utopías y los libros de superación).
El resultado es un ensayo crítico. Aquí están otra vez las constantes del estilo de Gaviria: escepticismo, claridad, dominio del arte de la conjetura (piedra de toque del ensayo) y mezcla de reflexiones y pasajes narrativos, un híbrido que Gaviria maneja muy bien.
Al final nos demuestra que no es un investigador de escritorio. Como en La isla se habla de drogas y como Huxley fue uno de los pioneros en el estudio y el consumo del LSD, hasta el punto de convertirse en un símbolo de la contracultura y merecer un sitio en la carátula del Sgt. Pepper’s de los Beatles, Gaviria decide que no tiene sentido hablar de drogas desde su virginal condición de nerdo y «caballo». Entonces se mete un ácido y nos cuenta la experiencia.
Caldeando la frialdad del ensayo con la calidez de la crónica, una fórmula que ya había probado en otros libros suyos, Gaviria vuelve sobre viejas cuestiones de la filosofía política y la psicología social: ¿tendremos algún día sociedades armónicas? ¿Está el ser humano condenado a la tristeza? ¿Es la felicidad una emoción efímera y huidiza? ¿Existe una salida razonable a la tensión entre libertad y orden? Con una prosa bien calibrada y una mezcla de vivencias, experiencias laborales y datos sociológicos, Gaviria nos incita a que saquemos nuestras propias conclusiones. Antes que un ensayo cerrado y concluyente, su libro es una máquina de estimulación del pensamiento.
La primicia. Alejandro Gaviria le concedió una entrevista a Canal Capital el miércoles. Evitando la pregunta obvia y directa, Carolina Sanín le tiró esta «curva» rápida: ¿Qué cree que ven en usted los que le piden que se lance? «Quizá coherencia y valores… quizá pesa la novedad…», respondió Gaviria. Lo dijo con un punto de rubor —no es fácil hablar bien de uno mismo— pero utilizó un tono como de plaza pública que no dejó ninguna duda: será candidato presidencial.