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Nadie ignora que Pablo Montoya es uno de los grandes novelistas contemporáneos y que nada escapa a su escrutinio, ni las intimidades de un emperador romano del siglo II ni la barbarie paramilitar de la Medellín de hoy, pero su espléndido trabajo crítico es desconocido. Casi nadie ha leído, por ejemplo, Un Robinson cercano, sus ensayos sobre literatura francesa del siglo xx, que incluyen una reseña de Pascal Quignard, un académico creativo, si me permiten el oxímoron, al estilo de la «erudición» del Borges fantástico de Tlön, Uqbar, orbis tertius, heredero a su vez del Marcel Schwob de Vidas imaginarias.
Cuando comenta El odio a la música de Quignard, Montoya se mueve como pez en el agua porque fue flautista alguna vez y puede revelarnos primicias audaces: «La música es un lenguaje que niega el lenguaje porque tiene sintaxis pero carece de sentido».
En estas páginas hay unos párrafos sobre poética de la música que Alejo Carpentier, ese genio olvidado, habría aplaudido con envidia.
Montoya se ocupa también de dos libros con protagonistas homosexuales, Alexis y Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, y nos aclara que el morbo y la polémica sobre la homosexualidad es una maricada moderna que empezó en Alemania en 1869; que en Grecia y en Roma las relaciones homosexuales entre adultos eran una tradición y la pederastia un venerable rito de iniciación sexual –dato que Montoya pudo tomar de El sexo y el espanto de Quignard–.
Montoya define la homosexualidad antigua como «la comunicación que construye el aposento, celebrado desde Sócrates hasta Adriano, de la amistad masculina erotizada».
Lo más conocido de la crítica de Montoya son sus líneas menos relevantes. Cuando publicó una equilibrada columna sobre la obra de Jaime Jaramillo, la atención de los lectores se concentró en un detalle pintoresco: que Jaramillo le ponía 3.5 a los poemas de Montoya y 5.0 a los poemas de los muchachos bonitos del taller que dirigía, anécdota que contó con humor tranquilo el Premio Rómulo Gallegos, pero desató las iras de nadaístas decadentes como Jotamario Arbeláez.
Montoya reconoce la potencia narrativa de Fernando Vallejo y el humor matemático de sus ensayos de divulgación científica (Manualito de imposturología, La bolas de Cavendish, La tautología darwinista); humor, por cierto, poco apreciado en nuestra adusta comunidad científica, pero los lectores solo recuerdan que Montoya bautizó a Vallejo como «el último escritor fascista de Colombia».
Admira la obra de Gabo y la conoce como pocos, pero esto no le impide afirmar que Gabo se humedecía ante los poderosos (Belisario, Torrijos, Castro, Clinton, el papa, López Michelsen) y que sus posiciones políticas eran un desastre, como afirma en un ensayo reciente, Tras las huellas del patriarca, donde observa que en Noticia de un secuestro los periodistas y los políticos colombianos son buenos todos y que el único malo del libro y del país es Pablo Escobar, observación que coincide punto por punto con la de James Cortés Tique, de Univalle.
Yo mismo soy uno de esos lectores amarillistas de Montoya y destaco más sus patadas voladoras contra las celebridades que sus precisos descubrimientos literarios. En mi última columna, por ejemplo, dije que Montoya dijo: «Fernando Vallejo es un nazi sensiblero cuyo reino es la muerte, Álvaro Mutis era un monárquico cunditolimense cuyo reino fue Bizancio y García Márquez era un comunista trepador cuyo reino fue La Habana».
Rectifico: Montoya nunca dijo que Gabo fue un trepador. Lo pensó pero no lo dijo, y yo no debí ponerle comillas a mi interpretación de sus palabras. Te ruego, querido Pablo, que aceptes estas ruborizadas excusas.
