Sobre la fiesta que no fue

Julio César Londoño
08 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

Sucedió lo impensable, las Farc cumplieron: firmaron, se desmovilizaron y se concentraron. Y se desarmaron. Entregaron un arma por cada hombre, el doble que las Auc, que entregaron media arma por hombre (algunas de palo), y el triple que el M-19, que entregó una por cada tres combatientes.

Nadie daba un peso por esta negociación. Todos desconfiábamos de la voluntad de las Farc, convencidas siempre de que “la combinación de las formas de lucha” incluía todas las formas del horror y todas las torpezas de la guerra, como bombardear caseríos para atacar una estación de cuatro policías. Antes de negociar, ya las Farc estaban derrotadas. Terminaron idénticas al enemigo: sanguinarias, retóricas, traquetas. La única acción importante de las Farc en medio siglo de operaciones fue el Acuerdo de La Habana. Es decir, lo mejor que hicieron fue acabarse.

Y desconfiábamos del establecimiento, por supuesto, experto en ponerles “conejo” a las guerrillas colombianas, desde Guadalupe Salcedo en los 50, las Autodefensas Campesinas en los 60, el M-19 en los 80, ferozmente atacado por el Ejército en las montañas del Cauca en plena negociación de paz, hasta la Unión Patriótica, partido que masacraron en las calles de Colombia los sicarios del Estado, a la vista de la muda, a la vista de la absorta caravana, y con la venia de sacerdotes y pastores y señores píos, prestos siempre a bendecir armas, atizar hogueras y justificar “cruzadas” en aras de la libertad, la familia, la virilidad o cualquier otra causa, terrena o infusa, ingenua o mezquina, flácida o turgente.

Incluso si consideramos estos antecedentes, descorazona la apatía de la opinión pública ante la entrega de armas de las Farc. ¿Es con esta actitud que pensamos cicatrizar heridas y reconstruir el país?

Para explicar esta indiferencia, los analistas proponen varias respuestas. Una de ellas sostiene que, luego de tantos años de vivir el erotismo de la guerra, las noticias de la paz nos producen un tedio invencible. La segunda sostiene que las heridas que dejó la guerra son tan profundas en el campo, y tan superficiales en la ciudad, que la noticia de la paz no puede generar tranquilidad en los campos ni euforia en las ciudades. La tercera sostiene que, nostálgicos de la guerra de verdad con las Farc, nos entretenemos ahora con la guerra de opereta Uribe-Santos. Algo es algo, como dice la célebre tautología popular, que nunca erra porque jamás apunta.

El caso es que la guerra fue cierta y terrible, y todavía hay muchos focos encendidos en el campo y en la ciudad. Y en el Congreso, escenario central de esa opereta que tiene consecuencias reales y trágicas.

¿Qué sigue? A los escépticos habrá que convencerlos con hechos. Las Farc cumplieron su parte. Le corresponde ahora al Gobierno demostrar que es capaz de realizar sus tareas, bastante atrasadas por cierto.

A los amigos de “la paz sí, pero no así” (ni asá) solo queda derrotarlos en las urnas en 2018. Discutir con ellos es tan ingenuo como mandarle flores a un banquero.

A los medios, la academia, el Gobierno y los políticos realmente interesados en sacar adelante el posconflicto les esperan tareas arduas: resolver los viejos y urgentes problemas del campo, enfrentar las hordas de la contrarreforma agraria, dilucidar los laberintos legales de la JEP, responder los ataques del Centro Carismático de la Posverdad (CCP), diseñar una reforma política que garantice los derechos de la oposición, incluido el CCP, recordarle a la opinión pública que el castrochavismo está muerto incluso en Venezuela y, tareas centrales, conciliar las diferencias entre el neoliberalismo y la socialdemocracia, entre la economía de mercado y el desarrollo sostenible.

 

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