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La lengua prebabélica era exacta. El significante cifraba perfectamente el significado, así «como la fuerza está escrita sobre el cuerpo del león, la realeza en la mirada del águila, o la influencia de los planetas, marcada a fuego sobre la frente de los hombres», explica Foucault.
Antes de Babel, un diccionario sería un libro ridículo porque las palabras eran iguales a las cosas.
Luego, en el siglo III a. C., los críticos alejandrinos notaron dos modos de nombrar las cosas: el transparente o «recto», el que llama al pan pan y al vino vino, y el figurado, como el que utiliza Homero para decir que Helena tenía «ojos de novilla» o que «Príamo lloró la muerte de Héctor junto a un mar consternado», y entendimos entonces el poder de los ojos que causaron la ruina de Troya y sentimos la vastedad del dolor del padre que entierra a su hijo.
En Heterodoxia, su autobiografía espiritual, Sábato afirma que ningún vocablo es recto, que todos son metafóricos y que llamarle tomate al tomate es tan convencional como ver «luceros» en los ojos de la amada.
Hoy pensamos, como Sábato, que todos los vocablos son polisémicos y que todos los textos admiten o reclaman una «traducción», un comentario.
Las Escrituras, por ejemplo, explica Harari en Nexus, fueron el oráculo del pueblo judío hasta que los rabinos reconocieron que había parábolas tan oscuras que demandaban exégesis, y normas anticuadas que debían actualizarse. Entonces escribieron la Mishná, que subsanó estas lagunas… hasta que encontraron también vacíos en la Mishná, que fueron resueltos con nuevos incisos, el Talmud, que corrigió la Mishná, que corrigió al Espíritu. «El judaísmo fue moldeado por el Talmud mucho más que la Biblia, y los argumentos rabínicos sobre la interpretación del Talmud cobraron más importancia que el propio Talmud», dice Harari.
Es probable que el próximo oráculo judío sea un Talmud comentado por una IA sacra que razone con algoritmos exegéticos.
«Lo propio del saber no es ver ni demostrar, sino interpretar. Comentar la Escritura, comentar los antiguos, comentar los relatos de viajes, las leyendas y las fábulas, y comentar estos comentarios. El lenguaje conlleva un principio fractal de proliferación». (Foucault, Las palabras y las cosas).
«Hay más libros sobre libros que sobre cualquier otra cosa», advertía Montaigne hace cinco siglos.
El comentario es crucial porque el lenguaje puede ser opaco, irónico o polisémico. ¿Qué significa la frase-ecuación de Einstein «Dios no juega a los dados con el universo»? ¿Cómo diablos leemos la frase de un agnóstico que ironizó sobre mecánica cuántica combinando una trinidad espléndida: el universo, Dios y el azar?
Necesitamos el comentario para entender y para seguir pensando.
O para volver a disfrutar un suceso. En la tribuna, al aficionado no le basta la transparencia, la cosa en sí: ya vio la «rosca» que le puso Lamine Yamal a ese disparo. Ahora pide que el comentarista le verbalice el milagro.
A veces leemos comentarios por pura nostalgia, solo para tener noticias de amigos que extrañamos: Remedios, Susana San Juan, Sancho, Schwob, Bartleby, Wakefield… entonces buscamos ensayos críticos o leemos metaficciones, cuentos sobre el cuento o, como decía Montaigne, libros sobre libros.
Nota. Las líneas más famosas de la lingüística las trazó un poeta: «Si, como el griego afirma en el Cratilo/ la palabra es arquetipo de la cosa/ en las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo». Es una afirmación discutible porque sabemos que Platón desconfiaba de las palabras, de la poesía y del arte en general. Lo cierto es que la lectura de Borges es ya la interpretación clásica del Cratilo. Un ejemplo nítido del comentario que suplanta al texto original.
