¿Cuál fue el bendito pecado de los gomorritas? Se pregunta el célebre contrabajista venezolano Carlos Acosta de Lima. ¿Y quiénes son los gomorritas?, le pregunto yo.
Pues los habitantes de Gomorra, me contesta, y caigo en cuenta de que tiene razón, que durante cuatro mil años, distraídos con la popularidad de los sodomitas, hemos olvidado a los gomorritas.
Traté de averiguar algo sobre Gomorra en sí, pero no pude avanzar mucho porque este sustantivo quedó pegado a Sodoma, como los perros frenéticos y las parejas que fornican los días santos. Sólo se sabe que las dos ciudades fueron destruidas por la perversión de sus habitantes (Génesis 19). Algunos cabalistas creen que la palabra perversión encripta púdicamente la expresión latina per viam angostam, pero sus razonamientos son demasiado estrechos, si se me permite el adjetivo.
La conclusión obvia es que el pecado de los gomorritas es tan atroz que, a la hora de definirlo, las palabras se quedan atrás. Debe ser algo impronunciable. Pero, ¿qué puede ser peor que los pecados de Sodoma? Recordemos que las Escrituras cuentan que, cuando Jehová decidió borrar las dos ciudades de la faz de la tierra, envió a Sodoma dos ángeles para que sacaran de ahí a Lot y a su familia. Entonces el justo Lot los hospedó en su casa, pero corrió por las calles el rumor de que él hospedaba a unos extranjeros divinos y los sodomitas lo acosaron: “Queremos conocerlos”, le dijeron. Lot se horrorizó hasta el punto de ofrecer a sus dos hijas vírgenes para que hicieran con ellas lo que quisieran, a cambio de que la turba no conociera a sus invitados (como nadie ignora, en hebreo, yada, conocer, es un verbo demasiado transitivo).
Después vino la tragedia. La turba conoció a los ángeles, y Sodoma y Gomorra fueron borradas de la tierra por un fenómeno que sólo Edith, la mujer de Lot, pudo ver, pero no ha podido contárnoslo porque las estatuas de sal, incluso las femeninas, son mudas como una piedra. Pero aquí no hay misterio: bola de fuego y azufre o lo que sea, es claro que no fue otra cosa que la cólera de Jehová, la irascible deidad del Antiguo Testamento. Como si fuera poco, después, durante el camino del exilio, sus hijas embriagan a Lot y lo conocen palmo a palmo. La mayor una noche y la menor la noche siguiente.
Las preguntas se agolpan. Si el pecado de los gomorritas fue aún más execrable, ¿qué puede ser peor que violar ángeles y abusar del padre? ¿Qué quiere decirnos hace cuatro mil años Edith con sus labios de sal? ¿Qué hacían los gomorritas? ¿Cómo lo hacían? ¿Con quién o con qué lo hacían? ¿Por dónde? Nadie parece saberlo. Algunos exégetas esotéricos postulan la existencia del “cuarto ojo”, pero no dicen más. No sabemos si se trata de una oquedad sellada por maldición divina o atrofiada por involución, es decir, por una evolución retro.
Pero, ¿por qué pensar que los gomorritas hicieron algo horrible? También pudo ser algo maravilloso. Quizá descubrieron un chacra sutil y concupiscente y sicalíptico; una placer tan intenso que Jehová temió que la humanidad lo descuidara todo por él; tan arrebatador, que nos curara para siempre de temores y de endriagos... ¡y de dioses! Pudo ser así. Perfectamente. No sería la primera vez que Jehová castigara a los hombres por una buena acción. Ya lo había hecho antes, cuando nos expulsó del Paraíso por las audacias de Eva, esa madre que nos llevó de la apatía a la curiosidad, de la ignorancia al conocimiento, de la fisiología a la sensualidad y de la inocencia al sentido de la ética.
Acto seguido, todo hay que decirlo, Jehová comprendió la grandeza de Eva y nos castigó con el trabajo, esa “maldición” que puede llenar de sentido la existencia más vacua.