Hace más de un siglo se publicó el panfleto antisemita “Los protocolos de los sabios de Sión” donde se detallan los planes de una gran conspiración sionista para dominar el mundo.
Desde entonces, cada año aparecen decenas de libros que descubren complots urdidos en la sombra por poderes ocultos, y revelan siniestros planes de dominación hegemónica, o conspiraciones para encubrir eventos que cambiarían el curso de la historia.
No es sorprendente que la imaginación popular pueda cautivarse con teorías que sostienen que los alunizajes del proyecto Apolo jamás ocurrieron y fueron un montaje de la NASA; que los ataques del 11 de septiembre los ejecutó el mismo gobierno de Bush para justificar su guerra contra el terrorismo; o que el Opus Dei estaría involucrado en una conspiración para ocultar la verdadera historia de Jesucristo, como se expone en una novela de suspenso que ha vendido más de ochenta millones de ejemplares.
Las incontables teorías conspiratorias responden a sesgos cognitivos humanos y explotan sentimientos paranoicos que nos mueven a creer que detrás de las explicaciones naturales yace una compleja trama de causas e intereses ocultos. El apetito popular por esta clase de literatura ha generado un negocio multimillonario que compite con la industria de libros de autoayuda y con toda la bobería esotérica que engrosa los estantes de las librerías de los aeropuertos.
Estas publicaciones, aunque inocuas en su mayoría, en algunos casos pueden llegar a ser realmente nefastas, como ha ocurrido con ciertas teorías conspiratorias sobre el sida o el Ébola que, según sus promotores, harían parte de un plan racista hacia el continente africano del cual se lucrarían las grandes farmacéuticas. A diferencia de otras conspiraciones fabricadas por escritores de segunda, estas especulaciones han contado con el apoyo de académicos reconocidos que han difundido la falsa idea de que el sida no tiene un origen viral, sino que se debe a otras causas como la pobreza, el estrés o la drogadicción.
El profesor Peter Duesberg, experto en retrovirus, se cuenta entre los primeros en negar que el virus del VIH sea el causante del sida; un mal, según él, debido a un estilo de vida disoluto. Entre los disidentes que apoyan su posición hay personalidades como Henry Bauer, profesor de química, autoridad mundial en el monstruo del lago Ness y editor de la revista Journal of Scientific Exploration, publicación en que se pueden leer artículos sobre abducciones alienígenas y fenómenos paranormales. En el coro de negacionistas también hay un médico colombiano, el profesor Roberto Giraldo, quien lleva más de veinte años insistiendo en “la gran mentira del sida”, en su opinión, “un síndrome tóxico-nutricional causado por agentes estresantes del sistema inmune”.
Es comprensible que algunos científicos cuestionaran la existencia del virus del VIH cuando las investigaciones apenas comenzaban. Y en su momento, era apenas natural asumir una posición escéptica mientras no se hubiesen superado los llamados postulados de Koch, protocolos diseñados para demostrar que un determinado agente infeccioso es el causante de una enfermedad. Hoy, después de casi treinta años de investigaciones, la evidencia clínica y epidemiológica de la causa viral del sida es abrumadora. Tras la aparición de tratamientos efectivos para combatir este terrible mal, el movimiento negacionista se ha ido desvaneciendo hasta ocupar un lugar marginal al lado de otros grupos que infectan la internet con todo tipo de desinformación. Sus opiniones no gozan de más credibilidad dentro de la comunidad científica que la teoría que sostiene que el devastador terremoto de Haití es culpa de un viejo pacto con Satán.
Resulta censurable que se siga propugnando la idea perniciosa de que el sida no es una enfermedad infecciosa causada por el VIH, sino debida a un estilo de vida. Y es un verdadero delito que algunos charlatanes irresponsables promocionen métodos de curación basados en terapias “alternativas", como la homeopatía, carentes de toda efectividad demostrada. A nadie le hace daño que Chopra se haga millonario escribiendo tonterías; allá quien desee comprar sus libros y quiera creer que el envejecimiento puede detenerse con energía mental positiva. Pero otra cosa es engañar a un paciente gravemente enfermo ofreciéndolo tratamientos con poliedros de plástico y cristales de cuarzo, o insertándole agujitas en la oreja para “equilibrarle las energías”.
No todas las teorías conspiratorias son inocuas. Los protocolos de los sabios de Sión sirvieron para justificar los pogromos que sufrían los judíos en la Rusia zarista; y se estima que las políticas de salud basadas en recomendaciones de negacionistas del sida son responsables de la muerte de cientos de miles de personas solo en Sudáfrica. De otro lado, sería difícil evaluar la responsabilidad del Vaticano --y su campaña de desinformación para boicotear el uso del condón-- en la propagación de esta pandemia que ha cobrado la vida de más de 25 millones de personas y que hoy afecta a más de 40 millones.