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Suponer que el amor, la felicidad, la tristeza o el odio puedan ser objeto de estudio de la neurología o la sicología evolutiva, resulta tan inaceptable para el humanista tradicional como para un físico pensar que el movimiento planetario pueda ser explicado por un poeta.
En la tradición romántica se da por sentado que, excepto por los instintos más primitivos, las emociones son patrimonio exclusivo de los seres humanos, constructos sociales tan variables y caprichosos como las expresiones artísticas o culturales.
Sin embargo, hoy los sicólogos cognitivos poseen evidencias para pensar que las emociones son elaboradas rutinas que han sido incorporadas en nuestros cerebros por la selección natural, diseñadas para resolver en forma óptima los problemas que presenta la vida en sociedad.
En cualquier comunidad, la supervivencia y el éxito reproductivo del individuo dependen de un intrincado mecanismo de cooperación y altruismo que exige, para su cabal funcionamiento, un complejo lenguaje gestual y corporal que permite inferir los sentimientos del prójimo y descubrir sus intenciones.
Es probable que la simpatía, el desprecio, la vergüenza y la gratitud hayan evolucionado para maximizar el altruismo recíproco, recompensando a aquellos que cooperan con el grupo y castigando a quienes infringen las normas. Pero para que las emociones sean funcionales tienen que ir acompañadas de una simbología identificable por todos los individuos del grupo.
Esto explica la universalidad del amplio repertorio humano de gestos y expresiones faciales, como genialmente lo había sospechado Darwin, y lo cual ha sido confirmado recientemente por Paul Ekman, sicólogo de la U. de California. En sus experimentos, Ekman fotografió dos grupos, uno de americanos y otro de nativos de Nueva Guinea, mientras escuchaban ciertos relatos. Presentadas las fotografías de un grupo al otro, cada uno fue capaz de identificar, por las expresiones faciales, qué partes de la historia correspondían a manifestaciones de ansiedad, vergüenza, miedo, alegría o tristeza.
En el tablero interno de nuestros cerebros, nuestros antepasados pudieron calcular las mejores estrategias para jugar el complejo juego de la vida social sin necesidad de arriesgar ninguna ficha hasta que no llegara el preciso momento de moverla. Hasta un idiota hubiese podido anticipar lo que le habría ocurrido al tratar de saludar al Führer pellizcándole suavemente la nariz como se saluda cariñosamente a un niño.
