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No es sorprendente que en un mundo maniqueo, y donde además los medios construyen una realidad a menudo indistinguible de la ficción del cine de Hollywood, resulte difícil comprender el tsunami político que se ha desatado tras los levantamientos populares que culminaron con la caída del corrupto régimen tunecino de Ben Alí, pusieron fin a casi treinta años de gobierno del presidente Hosni Mubarak y hoy amenaza con desestabilizar una de las regiones más volátiles del Planeta.
El supuesto de que la política estadounidense está guiada por imperativos morales es una de las creencias más arraigadas en el inconsciente colectivo norteamericano. Las convicciones políticas, una vez troqueladas, se tornan inmunes a la razón; los hechos se hacen irrelevantes y las contradicciones más obvias pasan en silencio –ejemplos clásicos de disonancia cognitiva–. No parece importar en absoluto que, por un lado, se alegue defender los valores democráticos, mientras que, por otro, se brinde apoyo irrestricto a monarquías y regímenes brutales. Ni se percibe incongruencia alguna cuando se afirma velar por los derechos humanos mientras se brinda ayuda militar a dictadores sanguinarios como Suharto o Saddam Hussein –este abominable personaje dejó de ser el entrañable aliado de Occidente solo después de su fallida empresa expansionista, para convertirse en el monstruo vilipendiado que hoy yace en el panteón de los infames, no por sus horrendos crímenes, sino por su imperdonable insubordinación–. Por ello resulta interesante, y hasta cómico, oír a los analistas políticos de Fox News y otros canales ultraconservadores preguntarse “¿cómo es posible que hoy nos odien a pesar de los muchos sacrificios por llevar prosperidad y democracia a una región contaminada con el virus del extremismo islámico?”
En varios de sus lúcidos escritos, Noam Chomsky hace un riguroso análisis de la situación del Medio Oriente en que muestra cómo desde finales de la Segunda Guerra Mundial el verdadero enemigo de Occidente no ha sido otro que el nacionalismo árabe radical, la mayor amenaza contra las multinacionales del petróleo, principales beneficiarias de una riqueza descomunal que se recicla en la industria militar y de alta tecnología. En su análisis se hace evidente que la estrategia para conseguir el dominio de los inmensos recursos de la región continúa siendo en esencia la misma del viejo modelo colonialista británico, que consiste en dejar las gestiones locales en manos de una “fachada árabe” de gobernantes sumisos, mientras que el poderío militar se concentra en estados periféricos que sirven de “polizontes locales”.
Las complejas relaciones con Egipto e Israel se desarrollan en ese contexto y representan un ejemplo prominente de cómo Washington conduce su diplomacia. En el caso de Israel, la determinación de convertir a este pequeño país en un bastión militar está consignada en un memorando del Consejo de Seguridad Nacional en el cual se recomienda apoyar a la única potencia pro Occidente de la región para combatir la infección del nacionalismo y poder así retener el petróleo del Golfo. Desde 1979, Israel recibe de Estados Unidos miles de millones de dólares anuales, sin incluir prestamos que se convierten en concesiones y envío de tecnología. Se estima que la ayuda total desde la creación del estado judío supera los 156 000 millones de dólares.
La relación con Egipto ha sido harto más compleja, aunque desde la guerra del Golfo de 1991 este país se ha afirmado como socio indiscutido de Israel y Estados Unidos. No es casual que el mayor aliado en el mundo árabe sea también el segundo gran destinatario de ayuda económica y militar; ni es fortuito que los tanques en los alrededores de la plaza Tahrir fueran los temidos Abrams, y los aviones que sobrevolaban sobre las cabezas de miles de manifestantes, cazas F-16. Israel y Egipto reciben entre ambos el 92 % de toda la ayuda norteamericana. Anualmente, el gran socio árabe recibe 1300 millones de dólares en ayuda militar y 815 millones en ayuda económica.
Era predecible que la caldera del Medio Oriente volviera a hervir. Egipto, como otros países de la región, ha tenido que soportar durante décadas una variedad de regímenes corruptos y represivos, y ahora enfrenta las secuelas de un nefasto sistema neoliberal que ha concentrado la riqueza en manos de pocos –solo la fortuna del presidente Mubarak podría ascender a 70.000 millones de dólares– a expensas de una mayoría que hoy vive en la miseria. Las consecuencias para el futuro de la región son inciertas. El efecto dominó se ha extendido a Yemen y Jordania donde miles de manifestantes, convocados por una coalición de partidos islamistas y de oposición, exigen la dimisión del gobierno del primer ministro Samir al-Rifai y la anulación del tratado de paz con Israel.
Parece bastante improbable que la política tradicional de apoyo a regímenes, cada vez más decrépitos y corruptos, contra la voluntad de sus propios pueblos, pueda funcionar a largo plazo. Además, es difícil estimar el odio que los fraudulentos procesos de paz han generado en buena parte del mundo árabe, que ve impotente cómo miles de colonos israelíes construyen extensos complejos residenciales sobre los escombros de los hogares palestinos arrasados con bulldozer. Todo parece indicar que esta estrategia de dominación, hasta ahora exitosa, tuviera sus días contados.
