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La prolongación y degradación del conflicto armado colombiano hacen difícil entender sus singularidades. Tras medio siglo de guerra, sus orígenes son hoy irreconocibles, y su lógica incomprensible.
Para el ciudadano común, alejado de las áreas rurales, la violencia es invisible. Se hace tangible solo cuando los medios nos muestran el petróleo derramado en los atentados terroristas o cuando vemos las torres y puentes derribados.
Pero la escasez de papel higiénico en Venezuela es motivo de indignación y escándalo para muchos colombianos, cuando en su propio país la tragedia humanitaria alcanza dimensiones inconmensurables: más de seis millones de desplazados no encuentran cómo satisfacer sus necesidades más básicas. En el mundo entero, solo Siria supera a Colombia. Ni siquiera en Sudán, en Irak o en la República del Congo se vive una situación tan trágica 1.
Pero esa realidad atroz parece asunto ajeno, distante. Los miles de muertos, el desplazamiento forzado, las decenas de miles de desparecidos, la violencia sexual, la expropiación de la tierra… son tragedias que se viven en la más dolorosa soledad. Las víctimas son esos ciudadanos “de segunda”, que a nadie importan: campesinos pobres, indígenas, afroamericanos...
Es fácil enviar a los hijos de los parias a la guerra. Aquellos que desde sus cuentas de twitter incitan a romper los diálogos de paz, o se llenan la boca en sus discursos hablando de “héroes de la patria”, nunca son quienes ponen los muertos. ¿Acaso son sus hijos los soldados emboscados, los heridos por las balas, los lisiados por las minas, los mutilados? La indiferencia de las clases dirigentes es manifiesta, cuando no infamante, como es patente en una de las sentencias más ofensivas y humillantes para las madres de cientos de jóvenes inocentes asesinados: “Esos muchachos no estaban cogiendo café”.
Perduran en la memoria colectiva los muertos, los detenidos y los desaparecidos durante las dictaduras del Cono Sur. No obstante, según el reporte de la Comisión de Verdad y Reconciliación, de Chile, el número total de víctimas durante la dictadura militar oscilaría alrededor de cuatro mil personas 2, cifra que ni siquiera supera en número a los llamados “Falsos Positivos”, ese eufemismo ignominioso para referirse a una práctica criminal sin paralelo. “No conocemos un hecho de esta barbarie que refleje tanto desprecio por la vida y por la dignidad humana”, fueron las palabras del director de Human Rights Watch para Latinoamérica, José Miguel Vivanco, en entrevista concedida a la periodista María Jimena Duzán 3.
En cualquier país garante y respetuoso de los derechos humanos, semejantes acusaciones deberían despertar la mayor consternación. Sin embargo, si existe alguna preocupación entre las clases dirigentes esta proviene exclusivamente de la reacción que el informe pudiera generar en Washington: el miedo al “jalón de orejas”; el temor a “rajarse en derechos humanos”, ese eufemismo deplorable que tanto gusta en los medios para referirse a las más horrendas violaciones del Derecho Internacional Humanitario.
El conflicto armado en Colombia se ha caracterizado por acciones bélicas a pequeña y mediana escala, desde asesinatos selectivos y secuestros, hasta desplazamientos forzados, masacres, minado de campos y tomas guerrilleras. Con ello los grupos armados buscan ganar el control territorial mediante la intimidación y el sometimiento de pequeños caseríos y poblados. La violencia transcurre en zonas rurales donde es fácil encubrir la responsabilidad de los crímenes. Se recurre a una estrategia de sevicia y terror con la cual se busca acabar con “simpatizantes”, “colaboradores” y “traidores”, de allí que el blanco principal sea casi siempre la población civil indefensa. Según el informe general del Grupo de Memoria Histórica, más del 80% de las víctimas de esta guerra degradada y brutal no son combatientes (4, página 32).
Y esas estadísticas solo hacen parte de las cifras demostrables, pues las verdaderas dimensiones del conflicto se desconocen. Se estima que tres de cada cuatro actos violentos han quedado por fuera de los reportes oficiales, según investigaciones de varias ONG (4, página 33). Y ello no solo corresponde a la simple contabilidad de muertos: según el Registro Único de Víctimas, hoy se habla de más de 25 000 desaparecidos, 1754 víctimas de abusos sexuales, más de 6000 niños y adolescentes forzados a engrosar las filas de los violentos, 27 000 secuestros y más de 10 000 heridos por minas antipersonales.
De otro lado, los daños a la infraestructura del país y al medio ambiente son incalculables, como también lo son las tierras robadas a campesinos y a pequeños propietarios. Según fuentes oficiales del Ministerio de Agricultura, más de ocho millones de hectáreas han debido ser desalojadas por la fuerza. El costo de la restitución de las tierras, según el Ministerio de Hacienda, asciende a los tres billones de pesos.
La guerra que desangra a Colombia obedece, sin duda, a una constelación de factores muy complejos. Sin embargo, no pueden negarse sus profundas raíces sociales: la inequidad en la distribución y tenencia de la tierra, así como los fallidos intentos de reforma agraria tras el periodo de la violencia bipartidista no pueden dejarse de lado, como tampoco puede olvidarse la exclusión de aquellos actores disidentes de las negociaciones políticas de la década de 1950.
Debemos recordar que después de la guerra entre conservadores y liberales se pasó a una confrontación de menor intensidad, caracterizada por la aparición de las guerrillas, y por su expansión, en el contexto de la Guerra Fría. Su fortalecimiento militar, la reconfiguración del narcotráfico, la crisis del Estado y la irrupción de los grupos paramilitares llevaron el conflicto armado a su punto de paroxismo entre la segunda mitad de las década de 1990 y el comienzo del primer gobierno de Álvaro Uribe, periodo durante el cual se recuperó la iniciativa militar del Estado. No obstante, ocho años consecutivos del más impetuoso esfuerzo militar no fueron suficientes para terminar el conflicto por la vía de las armas. Los costos sociales, sin embargo, sí han sido inmensos, no solo por la tragedia humanitaria, sino también por el daño irreparable infligido a la legitimidad de las instituciones democráticas.
Hoy es un hecho irrefutable que en aras de ganar la guerra a como diera lugar no fueron pocos quienes soñaron con “refundar la patria” o recurrieron a “todas las formas de lucha”, a las alianzas con criminales, al espionaje indiscriminado, a la difamación, al desprestigio de la justicia, todo ello en medio de la impunidad más desfachatada. La degradación de las instituciones democráticas y la corrupción rampante en prácticamente todas las esferas del Estado se cuentan entre las consecuencias más nefastas de esa política fallida.
Las negociaciones en la Habana han llegado a su punto más crítico. Desde una posición de privilegio se vuelve imposible apreciar la dimensión de esta tragedia invisible y silenciosa. Colombia tiene una oportunidad histórica para poner punto final a uno de los conflictos más antiguos del Planeta, y alcanzar una paz duradera. Sería una catástrofe mayor si los fanáticos de siempre consiguen malograrla.
1 http://www.internal-displacement.org/assets/library/Media/201505-Global-Overview-2015/20150506-global-overview-2015-en.pdf
2 http://www.desaparecidos.org/nuncamas/web/investig/lamemolv/memolv07.htm
3 http://www.semana.com/nacion/multimedia/los-falsos-positivos-fueron-procedimientos-atroces-generalizados-jose-miguel-vivanco/432528-3
4http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/micrositios/informeGeneral/descargas.html
