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Ninguna otra idea en la historia de la cultura humana ha tenido una trascendencia comparable a la idea de Charles Darwin sobre la evolución de las especies por selección natural.
Esta concepción revolucionaria cambió para siempre la visión tradicional que se tenía sobre el origen del hombre y su lugar en el universo. El mito de la creación bíblica fue reemplazado por un dilatado proceso de cambios graduales del cual el hombre es apenas un subproducto y no un fin en sí mismo, una especie entre millones, parte de una gran familia cuyo tronco se hunde en un pasado remoto de miles de millones de años de antigüedad; un producto del ciego azar sin trascendencia cósmica.
Nunca una sola idea había arrojado tanta luz allí donde sólo había tinieblas. Nunca tal poder explicativo y capacidad de predicción, tal caudal de ideas derivadas. Sin embargo, hay que admitir que aún existen lagunas, pues el árbol de la vida es en extremo complejo. Son casi 4.000 millones de años en que la vida ha experimentado todo lo posible, almacenando orden en sus estructuras biológicas, a contracorriente del flujo natural de la entropía; y el azar en lo suyo, creativo, produciendo rarezas, sin afanes pues ha dispuesto de tiempo en cantidades geológicas. Pero los fracasos no dejan descendencia y, en consecuencia, esa larga historia de tanteos a ciegas se ha borrado para siempre. “La falta de evidencia (en el registro fósil) no es lo mismo que la evidencia de una falta”, como han querido argumentar falazmente los creacionistas.
A diferencia de lo que comúnmente se cree, la teoría de la selección natural de Darwin no es una hipótesis de trabajo, sino una teoría científica, con un amplio soporte empírico. A pesar de haber sobrevivido 150 años de escrutinio riguroso por parte de zoólogos, paleontólogos, biólogos y genetistas, existe aún una actitud hostil hacia sus conclusiones, la mayoría de las veces consecuencia de prejuicios ideológicos, o de la ignorancia y la desinformación.
Hoy se conmemoran dos siglos del natalicio de ese hombre extraordinario que escondió sus conclusiones durante 25 años por miedo a la reacción de los retrógrados y por no herir los sentimientos religiosos de su esposa, y que se atrevió a sugerir en plena época victoriana que todos los hombres, blancos y negros, compartían un ancestro común con los grandes monos antropoides.
Su idea, perseguida, controvertida, ignorada, prohibida, ha superado con éxito todas las vicisitudes. No obstante sus resonantes triunfos, más de media humanidad desconoce o desprecia la teoría e insiste en buscar el origen de las especies en los llamados libros sagrados.
