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                                                                                                                              Paradoja del votante

                                                                                                                              El próximo veinte de junio por lo menos un millón de personas acudirán sin falta a las urnas para apoyar a su candidato predilecto.

                                                                                                                              No hay que ser experto en estadística para saber que de esta certeza se deriva una conclusión inevitable: la probabilidad de que el próximo presidente termine elegido por un solo voto de diferencia es algo menos que infinitesimal.

                                                                                                                              Este simple razonamiento sería más que suficiente para desalentar a cualquier votante racional, que sabe que su voto se diluirá como una gota de tinta en el mar. ¿Cómo se explica entonces que en lugar de permanecer en casa, el ciudadano común, y hasta ancianos e individuos con serios quebrantos de salud, acudan a las urnas para “contribuir con su granito de arena”?

                                                                                                                              Miles de páginas se han escrito sobre esta desconcertante paradoja, conocida como “la ilusión del votante”. La réplica universal, “si así pensaran todos sería imposible ganar; luego mi voto sí cuenta”, no contesta la paradoja, ni refuta su argumento central, pues es obvio que el condicional no tiene validez. Aun doctores en matemáticas, que reconocen la consistencia lógica del razonamiento, se rehúsan a comportase de manera consecuente con sus conclusiones. El eminente algebrista francés André Weil solía comentar al respecto: “Cuando digo que nunca voy a votar, se me objeta: `Pero si todo el mundo hiciera lo mismo…´, a lo que suelo contestar que esta eventualidad no me parece lo suficientemente verosímil para que me sienta obligado a tenerla en cuenta”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Es razonable calificar como “insensato” cualquier acto A que se realice con el propósito de lograr un determinado fin, B, si la probabilidad de que B se dé como consecuencia de A es muy pequeña, mientras que ejecutar A implique un costo no despreciable en tiempo, energía, dinero… Intentar una comunicación telefónica con Chávez para que renuncie a su carrera armamentista ilustraría un típico acto insensato: la probabilidad de lograr el objetivo como consecuencia de nuestras acciones sería casi nula, mientras que el costo involucrado no sería despreciable.

                                                                                                                              De igual manera, si A representa el acto de votar por mi candidato favorito, con el propósito, B, de que éste gane las elecciones, la probabilidad de que B sea producto de A es la misma de que mi voto sea decisorio, lo que ocurriría solo en caso de empate. Por ejemplo, si sabemos con certeza que al menos un millón de personas votarán, y en el caso de dos aspirantes con intenciones de voto de 49% y 51%, es fácil ver que la probabilidad de empate sería ¡menor que la probabilidad de ganar diez veces consecutivas el baloto!, mientras que el costo de ejecutar A, por pequeño que sea, sería astronómico en comparación.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Alessandro Pizzorno, sociólogo de Harvard, cree que la “ilusión del votante” se deriva del sentimiento gregario de pertenencia involucrado en el acto de votar. El mecanismo fue útil en sociedades conformadas por pequeños grupos --como en épocas remotas--, donde el voto de cada individuo tenía gran peso. La mente humana fue diseñada para razonar en condiciones diferentes a las actuales, de ahí que un nombre más adecuado para nuestra especie sería el de “Homo atavicus”, calificativo que le haría justicia a una especie anacrónica adaptada para sobrevivir en un mundo ya superado.

                                                                                                                              El próximo veinte de junio por lo menos un millón de personas acudirán sin falta a las urnas para apoyar a su candidato predilecto.

                                                                                                                              No hay que ser experto en estadística para saber que de esta certeza se deriva una conclusión inevitable: la probabilidad de que el próximo presidente termine elegido por un solo voto de diferencia es algo menos que infinitesimal.

                                                                                                                              Este simple razonamiento sería más que suficiente para desalentar a cualquier votante racional, que sabe que su voto se diluirá como una gota de tinta en el mar. ¿Cómo se explica entonces que en lugar de permanecer en casa, el ciudadano común, y hasta ancianos e individuos con serios quebrantos de salud, acudan a las urnas para “contribuir con su granito de arena”?

                                                                                                                              Miles de páginas se han escrito sobre esta desconcertante paradoja, conocida como “la ilusión del votante”. La réplica universal, “si así pensaran todos sería imposible ganar; luego mi voto sí cuenta”, no contesta la paradoja, ni refuta su argumento central, pues es obvio que el condicional no tiene validez. Aun doctores en matemáticas, que reconocen la consistencia lógica del razonamiento, se rehúsan a comportase de manera consecuente con sus conclusiones. El eminente algebrista francés André Weil solía comentar al respecto: “Cuando digo que nunca voy a votar, se me objeta: `Pero si todo el mundo hiciera lo mismo…´, a lo que suelo contestar que esta eventualidad no me parece lo suficientemente verosímil para que me sienta obligado a tenerla en cuenta”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Es razonable calificar como “insensato” cualquier acto A que se realice con el propósito de lograr un determinado fin, B, si la probabilidad de que B se dé como consecuencia de A es muy pequeña, mientras que ejecutar A implique un costo no despreciable en tiempo, energía, dinero… Intentar una comunicación telefónica con Chávez para que renuncie a su carrera armamentista ilustraría un típico acto insensato: la probabilidad de lograr el objetivo como consecuencia de nuestras acciones sería casi nula, mientras que el costo involucrado no sería despreciable.

                                                                                                                              De igual manera, si A representa el acto de votar por mi candidato favorito, con el propósito, B, de que éste gane las elecciones, la probabilidad de que B sea producto de A es la misma de que mi voto sea decisorio, lo que ocurriría solo en caso de empate. Por ejemplo, si sabemos con certeza que al menos un millón de personas votarán, y en el caso de dos aspirantes con intenciones de voto de 49% y 51%, es fácil ver que la probabilidad de empate sería ¡menor que la probabilidad de ganar diez veces consecutivas el baloto!, mientras que el costo de ejecutar A, por pequeño que sea, sería astronómico en comparación.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Alessandro Pizzorno, sociólogo de Harvard, cree que la “ilusión del votante” se deriva del sentimiento gregario de pertenencia involucrado en el acto de votar. El mecanismo fue útil en sociedades conformadas por pequeños grupos --como en épocas remotas--, donde el voto de cada individuo tenía gran peso. La mente humana fue diseñada para razonar en condiciones diferentes a las actuales, de ahí que un nombre más adecuado para nuestra especie sería el de “Homo atavicus”, calificativo que le haría justicia a una especie anacrónica adaptada para sobrevivir en un mundo ya superado.

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